jueves, 9 de octubre de 2014

El Demonio que Amo - Capítulo 1: El Velo

      Hay una calle en esta ciudad, que baja de la plaza en la que toda la gente joven se reúne a beber, a un parque en el que por el día juegan los niños y por la noche merodean las putas y travestis, con una pendiente suave, perezosa. La calle es peatonal y tranquila. Por las tardes abundan las mesas y toneles de las terrazas, que parecen unidas entre sí por gente que bebe de pie en un gran cogollo, y un bullicio que suena a murmullo. Por las noches, apenas la pueblan transeúntes y borrachos que mean en las esquinas de los garajes, y un ligero hedor a noche. Al final de esta calle, bajando hacia este parque, hay un bar a mano derecha. Cuando apenas había cumplido los dieciocho años, encontré este bar y me enamoré de él. Era aquella edad en la que buscas distinción, en la que estás construyendo los adornos de los que hablarás a los demás.

      El bar era un pequeño antro que apenas contaba con tres mesas, todas distintas. Había una pequeña mesa redonda a mano derecha nada más cruzar la entrada, que protegía ligeramente la entrada a los baños. Hacía más veces de ropero que de mesa. Otra mesa estaba justo enfrente, en la pared de la izquierda. La última mesa, la más especial, estaba encajada en un pequeño hueco del fondo, con dos grandes bancos de madera a cada lado. Era la mesa que asaltábamos cuando llegábamos al bar casi vacío, a primera hora de la noche, del nuevo día, y la hacíamos nuestra por los restos, hasta la hora de volver a casa. Realmente, el bar nunca solía estar muy lleno, y la mesa solía ser nuestra a cualquier hora.
      Además de las mesas, había una columna en el centro del bar, cuya finalidad real era, imagino, sustentar el techo. Además de esto, tenía la tarea banal de sujetar tres percheros de madera por otras tantas de sus caras. Y además de estas dos funciones obvias, para mí era una pequeña pantalla que siempre te mantenía oculto de, al menos, una parte del bar. Era un refugio más simbólico que práctico, pero aprendí a amarlo.
      Para finalizar con esta tediosa descripción decorativa, la barra hacía un pequeño giro doble, primero hacia fuera y luego hacia el fondo del bar, recuperando su orientación original. Esta "S" dejaba un pequeño rincón interior en el que sentarse y sentirse protegido, por la barra por dos flancos, y en el punto cardinal opuesto, por la sagrada columna. Un pequeño rincón en el que aguardar calmado la expiación espontánea de los pecados de la noche, tal vez con una cerveza en la mano a modo de nuevo pecado original. Otra particularidad de este rincón, es que era el antípoda de la propia entrada del bar, siempre con respecto a la piedra angular que era la sagrada columna. No sé mucho de Feng Shui, pero seguro que los rincones que uno no alcanza a ver desde la entrada a un habitáculo tienen un halo especial. En este rincón podías sentir la cercanía con el camarero como si de un confesionario se tratase, cosa que a veces era.

      Este bar era nuestro cuartel general. Pasábamos noches enteras en él, a veces sin llegar a salir por la puerta hasta emprender el viaje a la cama. Allí aprendí a jugar a los dardos, juego que cuando era más joven despreciaba en los bares, y sólo en los bares. Seguramente se debía a la vergüenza propia de exponerse al ridículo delante de miradas desconocidas. Pero siendo ese bar nuestra casa, y ya que la única mirada desconocida era a menudo la del camarero, probamos a jugar un día, y se convirtió en tradición. Llegamos a ser muy buenos, y conocimos a gente de edades muy dispares jugando. Esa es la esencia de los bares, al fin y al cabo. Recuerdo que mi gran compañero de batallas, aquel que siempre aguantaba hasta la última jarra junto a mí, jugaba a veces por alardear con la mano izquierda, o apuntando sólo al centro de la diana, o ambas al mismo tiempo. Otras veces jugaba a hacer dibujos con los puntitos del marcador. Creo que eso sólo lo hacía cuando perdía, para restar importancia a sus derrotas.

      Es curioso que nunca llegáramos a trabar gran amistad con el dueño, que era un tipo larguirucho y callado, mal encarado. Unas veces nos atendía con simpatía, y otras nos miraba desde la barra como enfadado, a menudo cuando estábamos nosotros solos en el bar, en nuestra mesa de operaciones. Pienso ahora que era por pura frustración. El sueño de su juventud, de unos seis o siete años atrás, de tener un bar al que acudieran todos sus amigos, se había convertido en un sumidero de gastos difícil de mantener al que sólo iba asiduamente un grupo de chavaletes que, si bien le acababan un par de barriles de cerveza por noche, no era lo que él en su día había soñado, y tal vez tampoco fuera suficiente para hacerlo sobrevivir. La noche en que celebró el octavo aniversario del antro (momento en el que nos enteramos de la antigüedad del mismo), acudió todo tipo de gente, de la edad del dueño, algo lejana a la nuestra. Gente que no solíamos ver por allí. Ese día hubo muy buen ambiente, todo el mundo reía y bebía sin parar. La mesa del fondo había sido retirada y sustituida por un micrófono para el concurso de chistes, y unos y otros pasaban sin vergüenza a contarlos. Esa noche el dueño también sonreía mucho, ese era el bar que había imaginado. Hasta se acercó a nuestra mesa (no Nuestra Mesa, que no estaba, sino en la que estábamos sentados en el momento) y nos animó a que saliéramos a contar uno. Y lo hicimos, varios de nosotros y varias veces, con más pena o más gloria. La resaca de ese día fue terrible.

      Y llegó el día en que saltó la chispa. Mi colega, el que dibujaba con los puntos del marcador de la diana, al que llamábamos Vile, pedía de vez en cuando bebidas sin alcohol. Pedía a veces infusiones a las tres de la mañana. Claudia, una menta poleo, y la chica de Barcelona, que era la camarera por aquel entonces, se la ponía, le sonreía, le acercaba la carta de tés. Iván, una menta poleo, por favor, e Iván se acercó a la barra y dijo que no había mentas poleo ni mierdas, que esto era un bar, no un parbulario. Que dónde había visto que se sirvieran infusiones a las dos de la mañana. Pero Vile era de sobra conocido, al menos por mí, por decir cosas raras y por nunca jamás echarse atrás.
      -Hombre, a las dos, a las dos y media y a las tres, Iván.
      No era mal tipo, con el tiempo aprendió a pedir perdón, pero por aquel entonces éramos unos niñatos que buscaban su lugar en el mundo. Y él era un niñato muy particular. Su locura y su chulería eran su encanto, lo que hacía gracia de él, y que le quisiéramos, también. Creo yo que ese no echarse atrás era una especie de miedo a cagarla en las relaciones sociales, que a ratos parecían no dársele demasiado bien. Prefería mantenerse en sus trece ante ciertas nimiedades antes que dar un poco el brazo a torcer, tal vez porque no sabría qué cara poner al hacerlo. Lo gracioso es que en este caso tenía razón, la chica de Barcelona siempre se los había servido.
      -Pues aquí no, esto es un bar y aquí se viene a beber alcohol.
      -Bueno, pues vale. Pues ponme un zumito de melocotón.
      La ofensa pasó por broma de niños, y el dueño fue a servir el zumito de melocotón. Vile había mantenido bromas estúpidas muchas veces sin ningún motivo, por no echarse atrás. Pero ese día había algo muy noble en su manera de actuar. Estaba haciendo algo que había hecho antes muchas veces por aquel entonces. Podía beber como el que más, y en cierto momento de la noche tomaba un zumito de melocotón, de pera, o de melón con jazmín, al que era muy aficionado. Pidió la infusión porque era lo que quería, y cuando el dueño replicó cabreado, le pidió un puto zumo, porque era lo que quería beber en ese momento, y un puto camarero no iba a obligarle a beber alcohol, y mucho menos de malas maneras. Tal vez, ni aunque le hubiera invitado.
      El zumito fue servido, y en la barra éramos cuatro de nosotros, y un tipo mayor, amigo del dueño, que miraba de lado con una medio sonrisa, y silencio. Se pronunciaban palabras de vez en cuando, tanto ellos como nosotros, sí. Pero eran este tipo de palabras que no consiguen romper el silencio, que están como fuera de lugar, que parecen tener un tono forzado e inseguro.
      El tipo mayor pidió una ginebra con cola. ¿Qué ginebra, Gordon’s? Y el tipo, con una medio risa quejosa, sí, Gordon’s. Y entonces Don, que era un chulo empedernido, no por gusto, sino por sangre, inquirió acerca de la risa. Don era un tipo robusto y entrado en carnes, las dos cosas, y lucía melena y barba desaliñadas. Su aspecto era una extraña mezcla de afable e iracundo. Lo que, curiosamente, se acercaba bastante a la realidad. Y Don preguntó que de qué se reía, si le estaba llamando gordo. Y los dos tipos mayores, el dueño y su amigo, que parecían de pronto divertidos, ya que éramos unos niños, dijeron que no dijeron nada, que cada uno se diera por aludido por lo que quisiera. Y Don, chulo empedernido como era, les llamó gilipollas y se agarró un buen cabreo. Y allí nadie se movía de repente salvo Don, que se había levantado del taburete y hacía aspavientos con los brazos, y no paraba de soltar insultos de un repertorio muy sencillo pero variado. Y el dueño, con calma chicha, dijo que estaba harto de nosotros, que íbamos de putos mafiosos y éramos unos críos. Y el tercer colega, Ches, que no había dicho nada, se levantó y se cuadró justo detrás del hombro de Don (que seguía profiriendo insultos), con mirada tensa, dándole tal vez la razón al dueño. Vile de pronto parecía querer calmar la situación, pero no sabía usar más que su tono más socarrón, y parecía que avivaba las llamas con sarcasmo.
      No pasó gran cosa, Don le dijo que era un mierda porque no tenía huevos ni a echarnos del bar, así que ya nos íbamos nosotros, y nos fuimos. No volvimos. Salvo para que un día, Ches meara en la manilla de la puerta. Curiosamente el bar cerró a las pocas semanas. No quiero creerme que fue por culpa de nuestra ausencia, que todas las noches le sobraban dos barriles de cerveza, pero al menos fue un final decente para ese ciclo de nuestra juventud.

      El bar volvió a abrir después de un tiempo con el mismo nombre y otros dueños, amigos del dueño original. Eran dos tipos que nos conocían del bar predecesor, con simpatía. No hubo malos rollos cuando volvimos, nostálgicos. Nos quedamos apoltronados en la barra, mirando el nuevo color de las paredes, de un negro agobiante, con frases y palabras escritas con rotulador plateado por encima. El rincón de nuestra mesa de operaciones lo ocupaba ahora un futbolín. Las otras dos mesas seguían allí, pero a quién le importaba. Encima de la puerta de los baños había un cartel que ponía “cabina de suicidio”. En el momento, me dejé llevar por la emoción de volver, porque por lo demás, todo seguía igual. El rincón en S y su escudo guardián, la sagrada columna. Miraba los nuevos detalles con ternura, y me decía a mí mismo que me gustaban. Pero era mentira. El ambiente era asfixiante. El azul del predecesor era una luz oscura pero acogedora, que resguardaba del frío, los misterios, las preocupaciones en general de la noche. La música había mutado de Bob Dylan, Jimi Hendrix, Dire Straits, a bandas nacionales de Punk borracho y drogadicto. De ese que hace que los bares se llenen de gente macarra y con cresta, que llena el aire de humo de porro. Con algunos de ellos, claro está, se podía hablar, gente encantadora e interesante. Pero otros eran desechos, incordios.
      No me malinterpreten, muchas veces nosotros frecuentábamos ese tipo de bares también. Incluso a veces habíamos fumado porros en el bar predecesor. Pero no era ese tipo de bar. No era un bar atestado al que una marabunta de los bajos fondos acudía pasadas las cinco de la mañana, cuando los otros bares empezaban a cerrar. Y ahora sí lo era.
      Seguimos frecuentándolo de vez en cuando, como lo que ahora era, y en parte por lo que un día fue. Al fin y al cabo, aún estaba la columna y el rincón. Pero la frecuencia no era ni la décima parte de “todas las noches, casi todas las horas”. Y así el bar fue muriendo poco a poco, hasta que cerró, tal era su destino inevitable, por una redada policial.

      No recuerdo bien qué hicimos después. Carecíamos de rutinas claras, bebíamos en la calle, en la plaza donde se reunía el resto de la gente joven. Pedíamos cervezas en un pequeño bar ubicado en una esquina del punto más alto de la plaza, y salíamos a tomarlas fuera, como hacía casi todo el mundo. Era un bar curioso. Apenas entraban cinco personas pidiendo a la vez en la barra, y otras cinco en el resto del bar contando los baños, y sin embargo la mitad de la plaza tenía en la mano una cerveza o copa de ese bar. Los camareros servían a destajo, tenían decenas de vasos de plástico colocados debajo de la barra, con tres hielos dentro cada uno, y los sacaban y llenaban de bebida en menos de diez segundos. Era bebida rápida, barata y de moda, y parte de ella era probablemente sudor, porque chorreaban. Eran tipos de cuarenta y tantos que se movían sin parar durante cinco o seis horas seguidas, y siempre decían “siempre” después de que finalizaras tu petición, como marca de la casa.
      Luego íbamos a otros bares, vagabundeábamos, sugeríamos ideas que a veces se aceptaban y a veces no. Nos emborrachábamos, volvíamos a casa a veces andando, a veces a rastras, a veces en taxi. A veces juntos, a veces a destiempo. Nos íbamos haciendo mayores. Los taxis eran cada vez más comunes, algunos de nosotros ya trabajábamos y teníamos dinero de sobra, al menos para esos pequeños vicios y comodidades.

      Y llegó el día en que oímos que el bar, Nuestro Bar, había vuelto a abrir. No se llamaba igual. No fuimos en el acto, recordábamos la decepción del anterior. Nuevo dueño, nuevo nombre, ningún vínculo con el original. Ninguno salvo aquel rincón y aquella sagrada columna. Yo sabía que tal vez la barra se hubiera arrancado, aunque fuera improbable, pero la columna, aquella piedra angular, tenía que seguir ahí. Aparte de mi profundo amor por su sacralidad, cumplía funciones estructurales inapelables. Pasamos por delante de sus ventanas una vez, miramos dentro. Había cuatro gatos; una pareja sentada en el rincón de La Mesa, que ahora ocupaban un pequeño Lack de Ikea y un par de banquitos acolchados, y tal vez otro par de personas en la barra. La luz parecía algo más clara, y amarilla. No recuerdo si miré al camarero.

      No mucho tiempo después, en una hora algo tardía, Vile y yo paseábamos por las calles de la ciudad a la deriva. Nos acercamos al bar. El nombre no nos convenció de primeras, Pedro Botero. Pero entramos. Tampoco lo habíamos entendido. Creíamos que era un nombre propio sin más, a pesar del diablo dibujado sobre el mismo. Más tarde descubrimos que era una manera clásica de llamarle. O más bien, al infierno, calderas de Pedro Botero.
      Las paredes eran, efectivamente, de una tonalidad amarilla algo oscura. No está mal. Estaban llenas de cuadros que hacían referencia al rock, al diablo, al estilo rockabilly de los años 50, y también al de los 70 y posteriores. A coches sacados de películas tipo Grease, a músicos de blues, soul, jazz, rock, mucho rock, músicos malditos en su mayoría. Tenía cierta elegancia. En la puerta del cuadro de luces había pegados naipes de póker. Me gusta. Y en el centro estaba la columna, intacta. Majestuosa. Y detrás, la barra, negra y lisa como el ébano, más negra aún. Con sus bordes redondeados, y su rincón, su rincón de curva suave. Enseguida se me puso una sonrisa de tonto al verlo.
      El bar estaba vacío, salvo los dos camareros. Alzamos los ojos de aquel decorado a las dos personas que había tras la barra. Un tipo rapado, con bigote prusiano, pinta de motero y cara de mala hostia. Axel. Y una chica con sonrisa de tonta y pinta de maja, vestido negro y un cuerpo precioso. Carla. Algo había en su cara que me gustó. Tenía una nariz peculiar, algo ganchuda, y la boca más bien grande. Pero era una chica guapa, no había duda. La escena parecía sacada de una película. El dueño, con pinta de tipo duro, y la chica gancho del fin de semana. Los imaginaba follando sobre la barra en mitad del acto de barrer el bar, con las puertas cerradas. Ella viola la distancia de seguridad, se acerca a menos de metro y medio de él, y él tira la escoba a un lado con violencia y la agarra del brazo. Ella se asusta pero se deja, la gira, le apoya los pechos en el sagrado rincón de la barra y le levanta el vestido por detrás, sin ninguna delicadeza, y la posee con potentes embestidas. Me daba un morbo especial. Él me escudriñaba la cara mientras yo lo imaginaba en ese acto salvaje, y ella me miraba con su sonrisa de boba y ojos de pícara, interesante combinación. Esperaba en un segundo plano, tras el hombro de él. La imaginaba queriendo acercarse a servirnos, a tontear conmigo, y no atreviéndose por recato sin el permiso, o más bien la orden, de su jefe, que tan violentamente la follaba tras los cierres.
      Luego imaginaba un día en el que yo me hubiera ganado la confianza de ella y la aprobación de él, y en un momento la sorprendía en la entrada de los baños, y la besaba, y tal vez pasaba al baño de chicos con ella, y le cogía del brazo y la giraba y le apoyaba las manos contra la cisterna del inodoro, y le levantaba el vestido por detrás, y me disponía a penetrarla con mucha gentileza, pero antes de lograrlo sentía la mano robusta del motero agarrándome el cuello, clavándome las uñas en la nuez, tirando de mí hacia atrás, y con mi cuerpo horizontal en el aire, me estampaba con la otra mano una jarra vacía de cerveza en la cabeza, o mejor llena, y la cerveza estallaba por los aires como una onda expansiva que regaba la barra y las paredes y la columna antes de que yo tocara el suelo. Y me imaginaba muerto de la risa en el suelo, la ropa empapada en cerveza y cristales, y la frente en sangre. Y de repente estaba otra vez allí, en el pasado, de pie frente a la barra, mi primer día en el Botero, y seguía sonriendo. El bar no olía a nada, pero apestaba a sexo. No había nadie más que nosotros cuatro, pero miraba a las esquinas y las imaginaba llenas de mujeres. Le pegaban. Sí, me gustaba aquel bar.
      -Muy buenas noches, señores. ¿Qué va a ser?
      Dijo Axel con las manos cruzadas detrás de la espalda. Lo dijo con una entonación educada e impecable, exquisita. La voz era ruda, no obstante, y la combinación de la estética y los modales me llenó de una alegría tonta. Vile y yo nos miramos, embriagados por ese aire de película. Sabíamos lo que teníamos que hacer; estar a la altura. Vile se quitó la bufanda y la dejó cuidadosamente doblada sobre la barra, y luego miró a un punto indefinido de la pared, a cierta altura, con un gesto extraño de las cejas, y pidió whisky con agua. Habíamos crecido, pero seguíamos siendo unos niños. O así me sentía.
      -¿Hielo?
      -Sí, por favor. Una piedra
      -¿Y para usted, señor? -dijo dirigiéndose a mí.
      -Lo mismo, por favor. Perdona, ¿tienes vasos de estos míticos de whisky, como bajos y rectos…? que…
      -Sí, cómo no.
      Lo dijo mientras se giraba hacia la estantería, con una medio sonrisa, y se volvió enseguida mostrando dos perfectos vasos de whisky. Me sentía un niño otra vez, pidiendo obviedades a un caballero motero de la sagrada orden de los barmen. Quise arreglarlo cuando sacó dos botellas de agua de la nevera, momento en el que le dije que por favor, bastaba con una. Axel asintió complacido y guardó una de las botellas en la nevera abierta sin mirar. Pedimos Bourbon e Irlandés. Con un ligero gesto de la cabeza de Axel, Carla se puso en acción, contenta de ayudar, y alargó la botella de Irlandés mientras ella servía el bourbon en el otro vaso. Nos sirvieron y echamos un diminuto chorro de agua en cada uno de los vasos, complacidos. Axel volvió a asentir con una sonrisa amable.
      -Como paisanos. -y se rompió el hielo.
      Bebimos los primeros sorbos en silencio, observando cada pared y rincón. Comentábamos entre nosotros las cosas que habían cambiado, si nos gustaba, si no. Pronto les explicamos que habíamos venido mucho a ese local, le hablamos de los dos bares, de los respectivos dueños, del futbolín que Axel rechazó vehemente, para mi mayor alivio. Le sugerimos los dardos, se lo pensó. Le hablamos de la música, era acorde. Soul, country, rockabilly, rock, iba evolucionando con el paso de las horas, acompañando de forma muy adecuada a cada una de ellas, adentrándose en las profundidades de la noche. Nada de música en español, declaró. Parecía un tipo de principios claros y control férreo sobre lo suyo. Carla también hablaba, aunque poco, al principio. Acabamos por sentirnos muy cómodos muy rápido. Yo miraba el rincón en S desde mi asiento al principio de la barra, con respeto. Cuando tuvimos suficiente, tras tres whiskys cada uno y una sola botella de agua, nos levantamos de los asientos, felicitando la nueva decoración y ambiente del bar, el rollo, en general, con efusividad. Nos dimos la vuelta tras la despedida cordial de Axel y amable de Carla, la cual siempre me sonreía y alentaba más fantasías. Ya sujetando la puerta de salida me giré, alterado. ¡Que nos vamos sin pagar! Oye, tío, mil perdones, ¿cuánto se debe? Pero Axel no cejaba en el empeño, y con un giro tranquilo de cabeza nos dijo:
      -Hoy, por ser la primera, invita la casa.
      Y se obró la magia.

      Días divertidos, un nuevo cuartel general. Días de fiesta. Un bar algo vacío que cada vez reunía más parroquianos. Yo llevaba a tanta gente nueva como podía, me sentía un chico especial, el adalid de Pedro Botero. Viernes, sábados, días de semana. Miércoles, día grande: solo auténticos en el bar, solo familia. Tardes tranquilas que se vuelven noches locas que me daban terribles madrugones de resaca.
      Me sonreía constantemente con Carla, me sentaba en mi rincón, el rincón sagrado, miraba a mi alrededor y veía caras conocidas por doquier. Me apoyaba en mi columna. Acariciaba mi barra. Me restregaba por mis paredes para que se acostumbraran a mi olor, para que todo aquel que entrara supiera que el bar era mío. No era el dueño ni el jefe, ni me lo creía. Más bien, yo era suyo, era de ese bar. Era de cada esquina y baldosa. Estaba a su entero servicio. Pocas chicas, pero cada vez más. Eran todas mías. Yo era el Rey, al entero servicio de todos los clientes y sobre todo, de Axel. Recordaba el filo de sus uñas en mi garganta, cada vez menos probable, pero guardaba con cariño su marca. Jugaba al ajedrez en la barra con él, cuando no había mucha gente. Y la poca que había, la imaginaba pensando; ese chico es el Rey, el favorito de estas paredes. La barra es suya y el barman motero es su padre, y cuando se va del bar le da una colleja cariñosa y le dice “no bebas mucho, gandul”. Noches felices.

      Más gente vino, más vino, más cerveza, más whisky. Chupitos, muchos chupitos, de muchos colores, juegos tontos en la barra. Todos éramos amigos. Yo sabía que nos unía el vínculo sagrado de la columna, todos éramos adoradores del pilar. Y entonces llegó Ella. En el sexto mesiversario, o medioversario. 21 de Junio, el solsticio de verano. Yo siempre fui un gran adorador de los solsticios y los equinocios, mi estupidez adolescente me había hecho un día declararme pagano. Con el tiempo, se había convertido en un simple juego, casi una broma, pero que el bar hubiera abierto un 21 de diciembre, solsticio de invierno, la noche más larga, lo admito, me llenaba de regocijo. Aunque yo no hubiera estado allí.
      Había un concierto planeado para esa noche tan especial de verano, esa noche tan corta. Un concierto en ese sitio tan diminuto, me parecía ridículo, pero me ilusionaba. Había mucha gente ese día, casi todos desconocidos. Yo sabía que no adoraban al pilar. Y Ella, también Ella. Ella tampoco lo adoraba. Parecía mofarse de mi religión, pues siempre la recuerdo al otro lado de la columna, como ocultándose de mí. Era preciosa. Mi antípoda eterna. Era preciosa, y estaba feísima. Llevaba el pelo rapado por los lados y un flequillo ridículamente recto por la frente. Una camiseta suelta de tirantes, verde militar, vaqueros sueltos, zapatillas de chico, de las que llevaban los chicos malos adolescentes diez años antes, bastos y amplios como barcas. También llevaba una borrachera de espanto, y tal vez alguna que otra sustancia más en la sangre. Bailaba como una loca, pegando puñetazos y patadas rítmicas al aire, cuando no se apoyaba contra las paredes con los ojos cerrados, contoneándose graciosa y lentamente, y siempre al otro lado de la columna.
      Pensé que estaba loca, salvajemente loca, que seguramente no era para mí. Pero que estaría dispuesto a pasar una noche con ella. Estaba claro que debajo de esas pintas, había una chica preciosa, con el cuerpo esbelto y perfectamente armónico. Su cara, a pesar de su peinado, era muy bonita, con rasgos afilados y llamativos, y una boca llena de deseo; deseo de otras bocas, de más cerveza, de humos varios. Seguro que también era divertida.
      Busqué cruzarme con ella, encontrarnos en algún punto del bar por fingida casualidad, y le sonreí divertido. Una sonrisa obvia, pero algo justificada, pues estaba dando un buen espectáculo. Pero una sonrisa de total aprobación. En cuanto se dio cuenta de mi mirada y sonrisa, levantó imperceptiblemente las cejas con desprecio y miró hacia otro lado. Eso fue todo. Ni puto caso. Pronto se fue a buscar su antípoda de nuevo, y yo desistí. Me resigné a mirarla el resto de la noche, desde una distancia orgullosa. Sonriendo como un imbécil. Esa noche la amé y odié por primera vez.

      Volvimos a casa después de una buena fiesta, con los sentidos sedados y el cuerpo entumecido. Me metí en la cama a buscar el coma reparador, y abrí un ojo en la oscuridad. Allí estaba ella, en la funda de mi almohada, su cara ebria superpuesta sobre el estampado de la tela. Un borrón que bailaba y lanzaba puñetazos al aire. Una chica más, me dije. Que puede que no vuelva a ver. Hay otras. Hay otras. Imbécil. Y dormí.

lunes, 15 de septiembre de 2014

La Destrucción. Los finales evitables.

Existe una paradoja inherente al cálculo de probabilidades. Uno puede acercarse a un estudio tal desde la postura del que acepta su total incompetencia e ignorancia en el asunto, que sólo le deja la opción de despreciar todas las causas que llevarán al fin, considerando el fin como algo que se dará por sí solo. No lo esperas, no lo alientas, lo tomas cuando se cruza en tu camino. Otro puede acercarse creyendo que los fines y finales ocurren inevitablemente, y que el azar puro es la única cosa que le separa de su predicción. Admitiendo, al fin y al cabo, al final, la posibilidad. La existencia de lo posible. Admitiendo múltiples finales y sabiendo que sólamente uno se dará.

Y aquí está la paradoja, que arrebata el nombre de final a los fines finados. Y uno dice, esto ya lo he visto, ha ocurrido más veces, y cada vez estoy más cerca de averiguar el por qué. Y uno se pierde en la falacia de que el tiempo no pasa, y las cosas no acaban, y todo vuelve antes de volver. Y uno se pierde la unicidad, y transforma su vida en una línea en la que todo esta ordenado en estantes, estantes aberrantes que dan a las cosas nombres que no las nombran. Y otros no recuerdan bien qué cosas ocurrieron antes y después, y no importa, ya que jamás conocerán cómo unas y otras están íntimamente ligadas, y cómo sí importa, tal vez, el tiempo de cada una. Pero sí recuerdan las cosas, cada una por separado, y así las hacen suyas.

Y es así que hay cosas que terminan, y nos revolvemos por dentro, porque no hay finales alegres, y hasta el fin del dolor es una tragedia. Porque el cambio nos aterra, nos recuerda que el tiempo pasa y las cosas acaban y la muerte siempre aguarda. Nos afanamos en evitarla, en evitar los finales, y soñamos que del mismo modo que formamos parte de los caminos, los elegimos nosotros. Pero no somos su único adoquín. Cada día es un final, un bar que cierra, un amor que termina, un jarrón que se rompe, una luz que se apaga. Podemos alargarlos a veces, podemos imaginarnos otros finales distintos, que serán tan auténticos como el real, como lo que son, como sueños, pero jamás lo sustituirán.

Aprended a respetar los finales, disfrutad de sus últimos segundos. Los segundos, imbéciles, eso ha sido lo único que habéis tenido todo este tiempo. Todos los segundos del camino en los que os dedicasteis a pensar en los segundos venideros. ¿En qué quedaron cuando el porvenir se evaporó? Cuando la muerte nos haga eternos, la única victoria que nos quedará será haber sido efímeros durante un pequeño instante.


Des visages, des figures

Hay un hombre enfrente de mí que no me quita el ojo de encima. Remueve su café despreocupado con una medio sonrisa, y su mirada es tan fija y carente de sutileza que pasa por mucho de lo puramente incómodo.
De repente se levanta, sin desviar su atención ni un poco de mi cara. Bordea su mesa y esquiva las sillas que encuentra en su camino haciendo uso del tacto, oh Dios, viene hacia aquí, ¿se va a sentar? Sí, claro que se va a sentar, qué nervios... ¿Será un psicópata? Nadie clava la mirada así en la gente, no es educado. Aparta la silla que tengo enfrente unos centímetros, no digo nada, me quedo con la boca abierta mirando cada movimiento, el sonríe, se sienta.
Hay una sensación que no experimento desde niño, desde el tiempo de mis primeros y nublados recuerdos. Definitivamente está loco, ¿pero qué demonios quiere de mi? Ver un rostro nuevo, diferente. Mientras dice esto recorre mis facciones con desmesurado interés. La mayoría de los rostros los puedes formar con otras dos o tres caras conocidas, su mirada se posa en mis labios y algo se enciende en mi interior, un calor que me sube del vientre hormigueando, ahora estoy totalmente rígida y ya apenas me pregunto qué diablos hace él aquí, sólo pienso en qué dirá luego, la mandíbula de ese, los pómulos de aquel, los ojos y frente de este otro, y sus ojos dibujan trazos exquisitos que van de mi boca a mis orejas, de mis orejas a la punta de mi nariz, de ahí al pómulo y al fin las pupilas, y un balón se infla en mi pecho apretando los pulmones contra las costillas, sin poder apenas respirar. Caminas por calles nuevas, en ciudades nuevas, y te cruzas mil rostros desconocidos, y sin embargo ninguno nuevo, todos los has visto ya, el hechizo de su mirada y la mía formando la misma línea no me deja mover ni un dedo, pero el tuyo... Sus ojos realizan un arco imperceptible e impecable que vuelve a mi boca, y entonces, más fuego. El tuyo es un rostro que no había visto nunca. Un rostro nuevo al fin, unos labios, unos ojos, una nariz, una piel, de tu sola propiedad. Que se calle. Me derrito. Algo hay en sus palabras, algo que las hace brutalmente ciertas. Le creo. Le creo, y en su relato me arrastra hacia verdades profundas, y su rostro es todos los rostros, y su lengua nunca se equivoca, y yo le seguiría a cualquier parte, a un sucidio colectivo incluso al más allá. Tu rostro es distinto, único. Cállate. Por favor, hazlo parar...  Pero mira que eres fea. Joder.

martes, 27 de mayo de 2014

La Destrucción. La deriva como rescate.

  A veces un impulso nervioso se queda huérfano de meta, sin la ilusión del propósito, y navega por axones olvidados, y casi atrofiados. En su pequeña deriva, en su momento de duda, la sinapsis es inducida por estímulos simples que no atienden a razones: la luz del otoño, un olor conocido, una parte por billón de cierta hormona en sangre.
  A menudo no dura más de uno o dos segundos. Se activa una conexión que llevaba años dormida, y de pronto estás en otro año, en otro sitio, en otro cuerpo. Este viaje magnífico desnuda el pensamiento, despojándolo de la mirada familiar que pone sobre las cosas. Uno observa en ese segundo lo fácil que es cambiar de uno a otro estado, ser uno o ser otro, ser miles. Recuerda que en algún lugar siguen y seguirán los axones de todos los yos que fue. Que nunca murieron.

  La tranquilidad hace que la línea de la vida se trace sobre el papel sin sinuosidad, siguiendo el eje del tiempo con obediencia. Apenas oscila nada más, parco en posibilidades, como una función de onda dibujada por Dirac.
  Las sacudidas, sin embargo, hacen que el trazo tiemble y se vuelva errático, y en ocasiones éste se corta a sí mismo; ves una encrucijada, un solapamiento de recuerdos fugaz, y luego mar abierto, sin rumbo ni norte. Esa lazada atesora la confusión y la hace desaparecer, una captura en un Go caótico que se ríe de la incoherencia de su nombre. La deriva es el marco de tu nueva libertad. La suma de las identidades perdidas, su acicate.

  Tal vez sea así como funcione la destrucción. Una rueda de la fortuna que cree en la sagrada tradición de que la solidez es inflexible y frágil hasta lo divertido. De que la estabilidad es el momento idóneo para el derrumbe, que las aguas tóxicas son deliciosas y potables y todos los curas son verdaderos padres. Que el momento en que lo sabes todo es propicio para aprender algo nuevo, y que debajo del fango hay estratos, derrotas, que saben a victoria al ser sobrevividas, y supervivencias que saben a derrota, a no saber perder en el sentido más literal. Sabores, ese es el conocimiento, ese es el auténtico paso del tiempo.
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  De forma inocente, sedado por circunstancias de lo más transitorias, creí poder escribirle a la destrucción desde la felicidad recobrada, como si fuera una herramienta de renovación, cosa que tal vez sea.
  Quiero sentir que en las horas más oscuras hay lecciones por aprender, hay cenizas que serán Fénix, pero sólo siento un error de interpretación, la destrucción indignada por despreciar su esencia como conclusión, pues es tránsito en el tiempo de las vidas, pero es inevitable final en lo eterno de la muerte, la estática mayestática.
  Qué es un aliento en el viento, una lágrima en la lluvia, un excremento en el cieno, una palabra en la red, una vida en la Tierra, y qué es la Tierra en la placenta negra del Universo. La Tierra, que contiene tantos Universos como hombres, como perros, como algas, como rocas. Y cada Universo una muerte anhelando su cero sincero.

  Viendo a los Monty Python me di cuenta de la realidad detrás de las películas de piratas, cosas que tomamos por tópicas. Hay una diferencia entre imaginar como fantasía y como realidad. En la fantasía ves los cañonazos, el humo, los gritos, tu propio barco navegar desde un plano de helicóptero. En la realidad, las esquirlas de la madera astillada intentan perforar tus manos callosas mientras empujas el cañón a la porta, ayudado por tres hombres que apestan a sudor, en una bodega que apesta a humedad, licor y vómito, y nada de eso importa ya que la proximidad de una muerte inevitable y por sorpresa empieza a hacer que la realidad pierda su nombre.

  Ilusos. Dadle a Dios lo que es de Dios, pues del hombre son la hez y la traición. Sí, ¡he aquí el hombre!



  

lunes, 21 de abril de 2014

Desde el sueño de Gabo

  Recuerdo la primera y última vez que vimos a Gabo. Cuando supe que ahora soñaba en otros mundos, todas las noches de por en medio quedaron unidas en un continuo lleno de saltos y permutaciones. Esa noche yo me llamaba Miguel, y jamás lo había visto. La noticia me llego en pequeñas olas; primero leí algo sutil en Internet, una frase entrecomillada de una amiga, que yo no conocía. Un escueto comentario a esa frase, de un desconocido, se la atribuía a Gabo, con esas cuatro letras, y se despedía de él. Ahí empecé a echarlo de menos sin saberlo.
  El resto del día es probable que leyera noticias de refilón, que mi mente evadía, no queriendo pensar mucho en el tema. Esa tarde cambié de ciudad, y bebí con amigos hasta que cayó la noche. Un mensaje de otro amigo en el teléfono me dijo "murió Márquez, es triste si lo pienso, lo quería en la isla". Y ese amigo es de algún modo mi consciencia, así que yo también pensé, y aconteció la unión.

  Vi entonces a Gabo por primera vez. Yo me llamaba Dagoberto, y estaba sentado a una mesa de madera oscura, contigua a la suya. Él agitaba un café con la cucharilla, su mirada perdida en el ventilador inmóvil del techo. Murmuraba frases con una sonrisa -siempre le recordábamos sonriendo-, que según supe luego, eran fragmentos de Pedro Páramo. No llegó a posar la mirada en mí, y yo no supe en ese momento que estaba ahí puesto por él, hasta que lo volví a ver por ojos de Miguel. Recuerdo la luz roja del ocaso filtrándose por la vidriera, después de rebotar en nubes y difractar en el azul anaranjado del aire, y que ya no había sol.
  Vi entonces a Gabo por segunda vez. Yo me llamaba Eduardo, y le llamaba Gabo. Él sonreía, y me llamaba Dago. En aquel momento no lo entendí, y el gesto de mi cara sirvió como pregunta, y su risa sirvió como respuesta. Compartíamos una botella de aguardiente, que ocupaba el centro de una mesita de su salón. Hablamos de magia y existencialismo, y en los silencios entremedias él contemplaba el humo de mi cigarro subiendo por entre mis dedos. Me dijo que tal vez había una tercera opción, que tal vez no fueran las ideas ni la existencia la sustancia real de las cosas, que el mundo no fuera interior ni exterior, sino tal vez un interior externo, como si fuéramos el sueño de otro. Y tampoco le entendí. Mi tesis anterior había sido que poco importaba que fuera de un modo u otro, ya que nuestra percepción seguía siendo igual, y con sus palabras, él me arrebató mi percepción y se la quedó. Y yo ya no era la persona que luego abandonó su casa. Yo desaparecí cuando le distrajo el ruido de una cafetera, y no volvería a aparecer hasta la tercera noche en que le vi.
  Unas veces, le veía y poco o nada recordaba de cualquier cosa anterior. Simplemente aparecía, y él ya estaba ahí. Otras, recordaba ciertas cosas de un pasado que podía parecerme común o fantástico. Algunas veces, incluso, podía llevar un rato en un sitio y tardar él minutos y hasta horas en aparecer.

  Vi entonces a Gabo por última vez. Yo me llamaba Miguel, y estaba bebido en una ciudad que no era la mía. Divagaba apoyado contra la pared, a la puerta de un bar, cigarro en mano. Me envolvía una ligera bruma de tristeza. Recordaba e imaginaba a gente, de manera alterna, y entonces le vi. Sonreía. Estaba sentado en un sillón, en un saloncito acogedor. Recuerdo que me dijo cosas, y no qué cosas me dijo. Estaba borroso y creí estar soñándole yo a él. Quise apuntar sus palabras, recuerdo que me parecieron muy sabias. Pero no lo hice, creyendo que eran mías, y entonces le dejé de ver. Apuré mi vaso y mi cigarro, y volví al bar, a una realidad menos amable.
  Quiero creer que me habló de la magia, que le restó importancia. No por inexistente, sino por demasiado común. Pero realmente, sus palabras, su sonrisa, y hasta el saloncito, todo se ha vuelto borroso, y tengo miedo de no ser el mismo que le vio, de que ése haya desaparecido. Y de que tal vez haya sido el último sueño de Gabo.

lunes, 10 de marzo de 2014

El Silencio de Patri Arqueada

  Imaginad una pequeña comunidad de vecinos. Un edificio de unas pocas plantas, habitado en su mayoría por parejas, unas casadas, otras con hijos, otras no. En este edificio vive una pareja recién llegada, Patri y Daniel. Son jóvenes y felices. Tal vez algo más felices que el resto de parejas. Pero como siempre, la felicidad es algo temporal.

  Todas las tardes, casi sin excepción, Patri y Daniel dan un concierto a sus vecinos. Un concierto que a veces se prolonga varias horas hasta bien entrada la noche. Un concierto de gemidos, risas y grititos, chirridos de muebles que se arrastran por el suelo y otros sonidos un tanto animales. A Patri ya se la conoce como la gritona o la gemidos entre sus vecinos. Especialmente entre sus vecinas, que usan un tono un tanto más socarrón y dañino, no carente de cierta envidia, que el de sus compañeros masculinos. A éstos, la situación les resulta más bien divertida, y hasta estimulante. A veces se han puesto juguetones con sus queridas cuando, estando sentados tranquilamente viendo la tele en el salón, comenzaban a oírse los primeros movimientos del concierto. Comenzaban la maniobra como si de una broma se tratara, con esa insensibilidad masculina que roza la estupidez. Porque normalmente ellas tendían a sentirse presionadas, como si tuvieran que copar el listón de entrega que marcaba Patri, y un poco celosas, ya que se sentían el objeto de descarga de los estímulos de otra. Eran estos unos celos un tanto absurdos, sí, o más bien complejos, mejor, complejos como lo son casi siempre las mujeres (y también, por qué no decirlo, un poco absurdas a veces). Pero, ¿a quién se le ocurre? En un momento de calma en el que "la gemidos" comienza a dejarlas en evidencia, exponiendo una sexualidad más intensa que la de ellas, en ese momento en que se sienten molestas y atacadas, aunque no se lo reconozcan ni a ellas mismas, ¿a qué bruto se le ocurre solucionar la papeleta con carantoñas y sugerencias sexuales? ¿Acaso era aquello algún tipo de premio de consolación? - Tú tampoco lo haces tan mal, cariño, ven aquí y no llores...

  ¿Y qué iban a responder ellas? - Tal vez si  no lo hicieras tan mal, tal vez si duraras tanto, yo podría disfrutar y gritar también tanto... No, porque no había lugar, porque tal conversación no existía, o mejor dicho, él no se daba cuenta de que existía, porque estar, estaba ahí. Él se sentiría confuso y sobre todo, ofendido. Y no le podía hablar por gestos, como él hacía con ella sin darse cuenta, ya que no los iba a entender. Él era un torpe, pero ella no.
  No. De ninguna manera. La guarra esta se tiene que ir.
  Las mujeres se sentían, como vemos, atacadas e invadidas por una nueva inquilina. Los hombres, frustrados. Y como hombres, buscaban una solución fácil al problema, cuando tal vez el problema no fuera tal, sino solamente una situación con la que hay que lidiar. Y confundieron el fácil con el simple, y creyeron que empatizar era tomar la decisión racional de odiar lo que ella odie. Y así fue como los hombres comenzaron a odiar a Patri, y algunos subían acompañando a sus compañeras, cuando éstas iban a picar a la puerta de Patri y Daniel, solicitando que fueran un poco más comedidos, de forma educada primero, que progresó hasta el aireo. Algunos incluso tomaban la palabra, pero eran relevados por ellas cuando éstas consideraban que a su protesta le faltaba energía.
  Ni que decir tiene que Patri y Daniel no querían renunciar a sus tardes de placer, ni irse a un hotel siendo ésa su casa, ni llevarse mal con sus vecinos. La situación era complicada, despedían a los protestantes con una mezcla de vergüenza y resignación en la cara, y un "lo siento, intentaremos ser más discretos". Pero las buenas intenciones se olvidan en el fragor de la batalla. Comenzaron a intentar mantener encuentros más calmados, cariñosos, lento-silenciosos, y con esta técnica descubrieron nuevas dimensiones del inmenso placer que compartían, que les hacían estallar en tracas finales tanto o más salvajes que las anteriores. Fue peor el remedio que la enfermedad, y las visitas protestantes se repitieron, se volvieron más frecuentes, y pasaron de resultarles graciosas y divertidas a tediosas e incómodas. Había un hervor de sentimientos y relaciones interpersonales en ese edificio muy complejo que parecía oponerse a un sentimiento de amor de lo más puro, ya que el ser humano es así de complejo y oscuro.
  Y cuando más parecían empeorar las cosas, y más lejos parecía la solución del problema, sin que éste (el problema) influyera ni mucho ni poco en el hecho, Patri y Daniel rompieron, y Patri la gritona se fué. Fue ésta una solución aparentemente ideal, que dejó a todos contentos (excepto a Patri y Daniel, ya que las rupturas nunca son agradables, y menos cuando se comparte algo tan intenso y bonito como compartían ellos). Nadie les había echado, aunque hubieran querido, lo cual les libraba del sentimiento de culpa. Y nadie les había prohibido que siguieran amándose, lo cual sería injusto. Habían roto, cosas que pasan. Llegaron los días de silencio, y con el paso de éstos, la tranquilidad y la felicidad de vuelta al resto de vecinos, como si el intensísimo amor que Patri y Daniel compartían se hubiera repartido entre el resto de parejas, diluyéndose ligeramente, provocando estados de cariño conformista.

  Un día, un par de semanas de silencio tras la sonada ruptura, una cabellera rubia pasó por la puerta del edificio, y luego por la puerta de Daniel. Una cabellera como la de Patri. Pronto comenzaron las risitas. Los primeros chillidos burlones, como si alguien en ese piso estuviera jugando al gato y al ratón. Y pronto los chillidos se convirtieron en gemidos, y no tan pronto, en gritos desgarrados que casi hacían dudar de que el placer fuera el causante, será exagerada... Gritos que helaron la sangre a los vecinos que los escucharon, no por desgarradores, sino por el recuerdo de una pesadilla que creías olvidada y te asalta de nuevo en una noche de sueño tranquilo, o más bien, como aquel mal recuerdo que creías pesadilla, hasta que vuelve para mostrarte su asfixiante realidad, y su promesa de eterna compañía.

  Y luego más silencio. En el piso de Daniel, un silencio dulce y húmedo, somnoliento, lleno de caricias y sabores humanos. Lleno luego de aroma a café, y a comida recalentada. Y en el resto de pisos, un silencio hostil, denso, material. No ya tan material que se pudiera cortar, sino tan material que cortaba. Sí, era un silencio cortante, un silencio que casi parecía injusto.
  Y luego, una puerta que se abre, una risa, un beso, una puerta que se cierra. Unos tacones. Más puertas que se abren, tapas de mirillas que se giran. Una melena rubia que ondea silenciosa en el aire denso y viciado que sale de las puertas abiertas. Un "hola" tímido que obtiene un "hola" dubitativo por respuesta, otro que obtiene un silencio, otro que obtiene un portazo. Y luego el portal, que se abre y se cierra. Y todas las puertas se cierran. No era Patri.
  Después de unos pocos días de silencio, atraviesan el portal del edificio Daniel y una cabellera morena. Se oyen los pasos por las escaleras, las risas, la vibración lenta de la voz de Daniel, la voz más aguda de ella, aunque aún grave, demasiado grave para una rubia tal vez. Algunos vecinos de ambos sexos se asoman a las mirillas por igual, pero hay una carrera tácita de molestia que de pronto los hombres, en contra de su voluntad, comienzan a ganar. Y las mirillas les muestran algo que ya sabían, y algo que no. Que la chica que le acompaña no es Patri, y que tampoco es "la nueva". Es "la otra", "la morena". Con tan mala suerte para la comunidad, que "la otra" resulta ser igual de gritona que las otras. Las mujeres comienzan a morderse la lengua, o mejor decir, a aguantarse la mente, antes de pensar mal de esta tercera chica. Encuentran su odio injustificado ante el disfrute fingido, claro está de las amantes de Daniel cada vez más injustificado, creen que tal vez no sea su culpa. Se sienten aliviadas. Se sienten, algunas, estimuladas. Daniel de pronto no es el juguete de aquella teatrera, sino un secreto objeto de deseo, una curiosidad viciosa. Al otro lado del sofá, sus hombres, sintiendo sus penes pequeños, las miran con cierto alivio, disimulando su vergüenza. Ilusos de ellos, no les preocupan tanto los gritos al ver que no enfadan a su compañera tanto como antes. Problema solucionado, y solución que no tardará en ser un problema.
  En los días sucesivos, cabelleras de muchos colores (algunos repetidos, que no necesariamente algunas) atraviesan el portal y luego la puerta de Daniel. Y múltiples timbres de voz van interpretando las correspondientes tardes y noches ese concierto que siempre es el mismo, pero nunca es igual. Y los hombres acabaron por ganar la carrera de la molestia de pleno. Las mujeres les miraban desde el box, se habían quitado el mono, y se comían tranquilamente un helado en bermudas y chanclas, con lametones lentos, provocativos. Les miraban desde el otro lado del sofá, notaban su vergüenza, su duda, sentían que debían pagar, simplemente por karma, porque ellas habían penado antes. Y entonces les pinchaban, buscaban sus miradas cuando comenzaban los conciertos, aunque de soslayo, y cuando éstas se cruzaban, iban acompañadas de sonrisas burlonas, innecesarias.
- ¿Qué pasa, que ahora te divierten? ¿Ya no te molestan los grititos?
- No sé, supongo que me he acostumbrado -y otra sonrisa cruel.
- Pues yo mañana tengo que madrugar igualmente -sea Patri o no, pero ésto sólo lo pensó-, y tú me parece que también.
- Si tanto te molesta, ¿por qué no subes a decirles algo?
  Tú. TÚ. Ese "tú" fue la puntilla de la crueldad. Con qué cara iba él a subir a picar a Daniel para pedirle que por favor, no se follara tan bien a sus amiguitas. ¿Por respeto al hombre medio? ¿Por decencia y moral cristiana? O agachar las orejas y pedirle que amordazara a sus víctimas, admitiendo que era injusto privarlas a ellas del gozo, pero también denigrante para ellos la evidencia sonora del mismo. Y de esto, poco más se habló. Se instauró así el patriarcado de Daniel, en el que siendo él la causa de las molestias de la comunidad, nadie le podía tocar ni culpar, ya que de pronto había un mérito extraño en perturbar el silencio, una cierta superioridad. Y las mujeres, curiosamente aceptaron gustosas esta imposición, como si no hubiera el mismo mérito en ocuparse del disfrute propio, y se hacían esclavas.

 Ahora podría contar que finalmente, a las demás parejas se les ocurrió (probablemente primero a una, y luego se extendió por imitación, y porque lo pedía el cuerpo) ser más ruidosos durante sus coitos, y comenzar una batalla musical de vecinos. Pero no me apetece que ocurra esto en mi historia. De todas formas, si eso hubiera ocurrido, probablemente todos hubieran descubierto que lo que comenzó como una broma, un juego, una competición infantil, acabó destapando libidos y tapando inhibiciones, focalizando y desatando las energías e ímpetus, y que aquel edificio se convirtió en una orgía de celebración, de amor, de desenfado. Que si bien no todo el mundo era feliz, todo el mundo era un poco más feliz. Pero esto, obviamente, no ocurrió. Aún así, la moraleja de esta historia, de haber una, es que gritéis. Gritad, liberaos. A modo general, diría, pero el sexo (siempre) es buen lugar para empezar.

martes, 7 de enero de 2014

La Muñeca y el Serón

  La pequeña Rosa sólo quería una muñeca para Reyes. Sus amigas de la escuela, sus vecinas, siempre jugaban con muñecas. Tenían más de una, probablemente, y con sus caritas regordetas de algún material duro que probablemente no fuera porcelana, y su mullido cuerpo de trapo, cubrían las almohadas de sus camas por el día, y sus propios cuerpos por la noche. Su vida podría parecer dura a ojos de un padre actual, que deja jugar a sus hijos con pantallas táctiles, pero esos años no eran los mismos que estos, ni los ojos de un niño los mismos que los de un padre. En esos años, la vida en el campo se limitaba a hacer las tareas que te permitirían tener algo que comer durante el año, y con el resto del (poco) tiempo que quedaba, hacer lo que cada uno pudiera. No era común preocuparse por si los niños, que no solían estar exentos de tareas de supervivencia, eran felices. Se sobreentendía que ellos sabrían como serlo. "Son niños". Y lo cierto es que lo eran. Niños, y felices.
  A día de hoy, la ya no tan pequeña Rosa no sabe con certeza si alguna vez llegó a tener una muñeca. Pero sabe que siempre tuvo la sensación de querer una, y de no conseguirla. Siendo esto así, probablemente esa muñeca nunca llegó, o llegó tarde, cuando ya no se la esperaba. A veces lo tardío provoca una tristeza mayor que lo ausente, una tristeza que se puede extender a mucha más gente. Al que recibe, al que llega, al que observa. Al que escucha la historia de labios de una abuela, junto a una cocina de leña.
  Rosa recuerda aquel día de Reis en el que había pedido incesantemente una muñeca. Ese día de Reis hubo regalos, y tal vez esa no fuera una costumbre demasiado habitual en una casa de campo de la época como ésa. A la pequeña Rosa le trajeron un serón de mimbre. Una pequeña cunita que probablemente había hecho a mano su madre, abuela o tía. Levantó el pañuelo que cubría el serón para descubrir un fondo mullido y vacío. Vacío como los ojos de un muerto. En esa época no se pensaba demasiado en los niños, porque crecían solos. Estaban hechos de otra pasta. Probablemente, tampoco se pensaba mucho en la poesía, ni en la triste metáfora que es una cuna vacía. La pequeña Rosa, que sólo quería su muñeca para jugar con ella, para cubrir su almohada por las mañanas y su cuerpo por las noches, para sacarla de paseo junto con las muñecas de sus vecinas, tampoco pensaba en la triste metáfora que es un serón vacío. Ella sólo vio una ausencia enorme bajo ese pañuelo, sobre el mullido fondo del serón que había sido para ella una esperanza. La química de su cuerpo de niña debió realizar un recorrido vertiginoso en los segundos que pasaron desde ver el serón a ver el fondo del serón, sin nada que se lo impidiera.
--¿Y la muñeca?
  Imagino las miradas de los adultos que la rodeaban. Miradas que ocultaban una verdad velada por una sonrisa condescendiente, la sonrisa del que ha trabajado duro y no ve mal en mentirle a un niño. Porque al fin y al cabo, ha dedicado parte de su tiempo (ese preciado tiempo que en esos años se utilizaba en primer lugar para sobrevivir, y ganar algo más de preciado tiempo) a construirle un serón a una niña que quería una muñeca y que iba a crecer ella sola, como un proceso natural. No sé qué llevó a sus mayores ha invertir ese tiempo en hacerle un serón en lugar de una muñeca, una humilde muñeca hecha con cuatro trapos viejos y un par de botones. Tal vez no tuvieran trapos ni botones que gastar en una niña que iba a crecer sola. Tal vez confiaban en que el año que viene, podrían conseguirle una muñeca mejor, una muñeca con la carita regordeta de algún material duro que seguramente no sería porcelana. Tal vez pensaron que algo era mejor que nada, y tal vez no lo fue.
--No sé, caeríasele a los Reis del carru po'la caleya n'un bache --otra mentira piadosa, hija de la no importancia. Si hubiera tenido alguna importancia la mentira a un niño en esos años, tal vez no podría nadie llamar a esa mentira "piadosa".
  La pequeña Rosa salió de la casa sin dudar un segundo. Tenía una esperanza en el corazón, una esperanza muy pequeña que le decía que ese día todo iba a salir bien por fin, que su muñeca estaba ahí, en alguna parte, esperándola, pasando frío junto a un bache relleno de agua marrón. Esa pequeña esperanza estaba rodeada por la sensación de decepción del que anhela algo por mucho tiempo y siente que siempre sale algo mal, que alguna cosa falla y le separa de su muñeca. Una sensación que acariciaba la desesperación, y a la vez le preparaba para ese fracaso, para esa distancia, para esa ausencia. Y allí estaba ella por fin, en la caleya de tierra marrón y piedras grises teñidas de marrón, con un fino reguero de yerba verde que la recorría justo por la mitad, y muchos baches irregulares rellenos de agua transparente teñida de marrón. Y en ninguno de esos baches había una muñeca. Ninguna de las seis veces que pasó por ellos, con sus idas y sus venidas y sus vueltas, en ninguna de las dos horas que pasó recorriendo la caleya. Tal vez cayó a un lado, entre la maleza, entre dos troncos de árbol, o en algún agujero tapado por la yerba. Tal vez alguien la encontró primero y se la llevó --pensó.
  Su naturaleza de niña le daba la ilusión de que algo iba a pasar, un vecino se iba a acercar con ella en la mano para dársela, ¡o tal vez incluso un paje! Pero también había en ella una lucidez casi adulta, un espíritu de su tiempo, o tal vez su propio espíritu adulto mirándola a través del tiempo en el recuerdo, con ojos piadosos. Esa lucidez le pedía que se rindiera, que aceptara, le hacía intuir que todo era una trampa.

  Separada de ella por unos pocos años y unos pocos kilómetros de distancia, había otra niña de campo, la pequeña Azucena, que caminaba con sus hermanas en el día de Reyes desde su casa de campo hasta el pueblo cercano, para recoger los regalos que habían dejado allí los Reyes para los niños de la zona. Los niños hacían cola frente a unos adultos que sacaban juguetes de sacos y daban al niño que estuviera el primero en la cola en ese momento, el primer juguete que sacaran del saco. Probablemente, había dos tipos de sacos, para niños y para niñas. La pequeña Azucena no quería una muñeca. Algunos años habían pasado desde que la pequeña Rosa recorriera seis veces la caleya, y probablemente la situación de la gente de campo fuera menos precaria. Así que probablemente también, la pequeña Azucena ya hubiera tenido más muñecas en el pasado, cuando era aún más pequeña. Si alguna vez le gustaron, ya le habían dejado de gustar. Ella esperaba otro regalo. Confiaba en que en el saco de las niñas hubiera algo que no fuera una muñeca. Unos Juegos Reunidos, tal vez. O un tablero de parchís, o de damas. Un libro al menos, pero que no sea una muñeca - pensaba. Su hermana quería la muñeca, pero no la negrita. Pero esos niños crecían solos, y menos mal, porque no había mucho tiempo para ayudarles a crecer. Y quiso el azar que a la pequeña Azucena le sacaran del saco (en el que seguro sólo había muñecas) una muñeca cuando estaba la primera en la cola, una con la carita regordeta y blanca, probablemente de plástico. Y quiso el azar que a su hermana pequeña le sacaran otra muñeca, también de cara regordeta, pero negra. Y su hermana volvió llorando la mitad del camino, y la pequeña Azucena volvió mirando a su muñeca hasta la mitad del camino, pensando en cómo de divertidos habrían sido unos Juegos Reunidos. Tal vez en los próximos Reyes. Y como no quería ver a su hermana llorar, le dio su muñeca de cara regordeta y blanca, porque si al menos no le habían dado ni un juego de mesa ni un libro ni una bicicleta (fantasía que casi ni consideró), quería que su regalo le hiciera feliz de algún modo. Y siendo la mayor de cinco hermanos, ya se había acostumbrado a que su felicidad pasara por la de sus hermanos, incluso por la de sus padres.
  Los niños pequeños siempre se pelean de cuando en cuando, incluso aunque sean hermanos. Pero los niños de campo primogénitos, como la pequeña Azucena, o como la pequeña Rosa, tienen una sensación de necesidad desde que nacen, pues saben que la vida no es fácil. Y una sensación de protección desde que nacen sus hermanos, que tal vez maquilla la sensación de necesidad que van a tener éstos.
  La pequeña Azucena nació en una época de menor necesidad, en la que podía querer unos Juegos Reunidos porque probablemente ya había tenido muñecas. Pero, como contábamos, la vida de campo es dura, y tuvo que ver morir a sus dos padres antes de cumplir los dieciocho años. Por suerte pudo estudiar y empezar pronto a trabajar, para ayudar a los cuatro hermanos que habían quedado a su cargo a que pudieran hacer lo mismo. Por suerte para ella también, se le daba bien estudiar, y pudo hacer aquello que realmente quería, que era cuidar a la gente, ya que era una niña primogénita de campo.
  Hoy en día la pequeña Rosa y la pequeña Azucena ya no son pequeñas, son mujeres de familia, que con más suerte o más desgracia, han conseguido lo que querían. Están acostumbradas a que las desgracias pasen por sus vidas así, pasando. Y a combatir las desilusiones con esa lucidez adulta que a veces parecen tener los niños, o al menos, lo niños de campo, o al menos, los niños de otro tiempo. Saben que a veces hay que salir a buscar la muñeca con mucho caminar, aunque nunca llegue. Que desprenderse de lo que no necesitas es mejor que lamentar lo que deseas, porque a veces también es mejor lo ausente que lo no deseado. Hoy en día, ambas son enfermeras, lo que querían ser, ya que son niñas primogénitas de campo.
  Tal vez los niños deban crecer solos después de todo. Tal vez la decepción temple a un niño con más robustez que la máquina y el biberón. Tal vez la presencia de la muerte que esconde un serón vacío haga que un niño se vea a sí mismo como adulto cuando su adulto le mira en el recuerdo. O tal vez simplemente el campo sea el lugar adecuado para que florezcan dos pequeñas flores como Rosa y Azucena.