La pequeña Rosa sólo quería una muñeca para Reyes. Sus amigas de la escuela, sus vecinas, siempre jugaban con muñecas. Tenían más de una, probablemente, y con sus caritas regordetas de algún material duro que probablemente no fuera porcelana, y su mullido cuerpo de trapo, cubrían las almohadas de sus camas por el día, y sus propios cuerpos por la noche. Su vida podría parecer dura a ojos de un padre actual, que deja jugar a sus hijos con pantallas táctiles, pero esos años no eran los mismos que estos, ni los ojos de un niño los mismos que los de un padre. En esos años, la vida en el campo se limitaba a hacer las tareas que te permitirían tener algo que comer durante el año, y con el resto del (poco) tiempo que quedaba, hacer lo que cada uno pudiera. No era común preocuparse por si los niños, que no solían estar exentos de tareas de supervivencia, eran felices. Se sobreentendía que ellos sabrían como serlo. "Son niños". Y lo cierto es que lo eran. Niños, y felices.
A día de hoy, la ya no tan pequeña Rosa no sabe con certeza si alguna vez llegó a tener una muñeca. Pero sabe que siempre tuvo la sensación de querer una, y de no conseguirla. Siendo esto así, probablemente esa muñeca nunca llegó, o llegó tarde, cuando ya no se la esperaba. A veces lo tardío provoca una tristeza mayor que lo ausente, una tristeza que se puede extender a mucha más gente. Al que recibe, al que llega, al que observa. Al que escucha la historia de labios de una abuela, junto a una cocina de leña.
Rosa recuerda aquel día de Reis en el que había pedido incesantemente una muñeca. Ese día de Reis hubo regalos, y tal vez esa no fuera una costumbre demasiado habitual en una casa de campo de la época como ésa. A la pequeña Rosa le trajeron un serón de mimbre. Una pequeña cunita que probablemente había hecho a mano su madre, abuela o tía. Levantó el pañuelo que cubría el serón para descubrir un fondo mullido y vacío. Vacío como los ojos de un muerto. En esa época no se pensaba demasiado en los niños, porque crecían solos. Estaban hechos de otra pasta. Probablemente, tampoco se pensaba mucho en la poesía, ni en la triste metáfora que es una cuna vacía. La pequeña Rosa, que sólo quería su muñeca para jugar con ella, para cubrir su almohada por las mañanas y su cuerpo por las noches, para sacarla de paseo junto con las muñecas de sus vecinas, tampoco pensaba en la triste metáfora que es un serón vacío. Ella sólo vio una ausencia enorme bajo ese pañuelo, sobre el mullido fondo del serón que había sido para ella una esperanza. La química de su cuerpo de niña debió realizar un recorrido vertiginoso en los segundos que pasaron desde ver el serón a ver el fondo del serón, sin nada que se lo impidiera.
--¿Y la muñeca?
Imagino las miradas de los adultos que la rodeaban. Miradas que ocultaban una verdad velada por una sonrisa condescendiente, la sonrisa del que ha trabajado duro y no ve mal en mentirle a un niño. Porque al fin y al cabo, ha dedicado parte de su tiempo (ese preciado tiempo que en esos años se utilizaba en primer lugar para sobrevivir, y ganar algo más de preciado tiempo) a construirle un serón a una niña que quería una muñeca y que iba a crecer ella sola, como un proceso natural. No sé qué llevó a sus mayores ha invertir ese tiempo en hacerle un serón en lugar de una muñeca, una humilde muñeca hecha con cuatro trapos viejos y un par de botones. Tal vez no tuvieran trapos ni botones que gastar en una niña que iba a crecer sola. Tal vez confiaban en que el año que viene, podrían conseguirle una muñeca mejor, una muñeca con la carita regordeta de algún material duro que seguramente no sería porcelana. Tal vez pensaron que algo era mejor que nada, y tal vez no lo fue.
--No sé, caeríasele a los Reis del carru po'la caleya n'un bache --otra mentira piadosa, hija de la no importancia. Si hubiera tenido alguna importancia la mentira a un niño en esos años, tal vez no podría nadie llamar a esa mentira "piadosa".
La pequeña Rosa salió de la casa sin dudar un segundo. Tenía una esperanza en el corazón, una esperanza muy pequeña que le decía que ese día todo iba a salir bien por fin, que su muñeca estaba ahí, en alguna parte, esperándola, pasando frío junto a un bache relleno de agua marrón. Esa pequeña esperanza estaba rodeada por la sensación de decepción del que anhela algo por mucho tiempo y siente que siempre sale algo mal, que alguna cosa falla y le separa de su muñeca. Una sensación que acariciaba la desesperación, y a la vez le preparaba para ese fracaso, para esa distancia, para esa ausencia. Y allí estaba ella por fin, en la caleya de tierra marrón y piedras grises teñidas de marrón, con un fino reguero de yerba verde que la recorría justo por la mitad, y muchos baches irregulares rellenos de agua transparente teñida de marrón. Y en ninguno de esos baches había una muñeca. Ninguna de las seis veces que pasó por ellos, con sus idas y sus venidas y sus vueltas, en ninguna de las dos horas que pasó recorriendo la caleya. Tal vez cayó a un lado, entre la maleza, entre dos troncos de árbol, o en algún agujero tapado por la yerba. Tal vez alguien la encontró primero y se la llevó --pensó.
Su naturaleza de niña le daba la ilusión de que algo iba a pasar, un vecino se iba a acercar con ella en la mano para dársela, ¡o tal vez incluso un paje! Pero también había en ella una lucidez casi adulta, un espíritu de su tiempo, o tal vez su propio espíritu adulto mirándola a través del tiempo en el recuerdo, con ojos piadosos. Esa lucidez le pedía que se rindiera, que aceptara, le hacía intuir que todo era una trampa.
A día de hoy, la ya no tan pequeña Rosa no sabe con certeza si alguna vez llegó a tener una muñeca. Pero sabe que siempre tuvo la sensación de querer una, y de no conseguirla. Siendo esto así, probablemente esa muñeca nunca llegó, o llegó tarde, cuando ya no se la esperaba. A veces lo tardío provoca una tristeza mayor que lo ausente, una tristeza que se puede extender a mucha más gente. Al que recibe, al que llega, al que observa. Al que escucha la historia de labios de una abuela, junto a una cocina de leña.
Rosa recuerda aquel día de Reis en el que había pedido incesantemente una muñeca. Ese día de Reis hubo regalos, y tal vez esa no fuera una costumbre demasiado habitual en una casa de campo de la época como ésa. A la pequeña Rosa le trajeron un serón de mimbre. Una pequeña cunita que probablemente había hecho a mano su madre, abuela o tía. Levantó el pañuelo que cubría el serón para descubrir un fondo mullido y vacío. Vacío como los ojos de un muerto. En esa época no se pensaba demasiado en los niños, porque crecían solos. Estaban hechos de otra pasta. Probablemente, tampoco se pensaba mucho en la poesía, ni en la triste metáfora que es una cuna vacía. La pequeña Rosa, que sólo quería su muñeca para jugar con ella, para cubrir su almohada por las mañanas y su cuerpo por las noches, para sacarla de paseo junto con las muñecas de sus vecinas, tampoco pensaba en la triste metáfora que es un serón vacío. Ella sólo vio una ausencia enorme bajo ese pañuelo, sobre el mullido fondo del serón que había sido para ella una esperanza. La química de su cuerpo de niña debió realizar un recorrido vertiginoso en los segundos que pasaron desde ver el serón a ver el fondo del serón, sin nada que se lo impidiera.
--¿Y la muñeca?
Imagino las miradas de los adultos que la rodeaban. Miradas que ocultaban una verdad velada por una sonrisa condescendiente, la sonrisa del que ha trabajado duro y no ve mal en mentirle a un niño. Porque al fin y al cabo, ha dedicado parte de su tiempo (ese preciado tiempo que en esos años se utilizaba en primer lugar para sobrevivir, y ganar algo más de preciado tiempo) a construirle un serón a una niña que quería una muñeca y que iba a crecer ella sola, como un proceso natural. No sé qué llevó a sus mayores ha invertir ese tiempo en hacerle un serón en lugar de una muñeca, una humilde muñeca hecha con cuatro trapos viejos y un par de botones. Tal vez no tuvieran trapos ni botones que gastar en una niña que iba a crecer sola. Tal vez confiaban en que el año que viene, podrían conseguirle una muñeca mejor, una muñeca con la carita regordeta de algún material duro que seguramente no sería porcelana. Tal vez pensaron que algo era mejor que nada, y tal vez no lo fue.
--No sé, caeríasele a los Reis del carru po'la caleya n'un bache --otra mentira piadosa, hija de la no importancia. Si hubiera tenido alguna importancia la mentira a un niño en esos años, tal vez no podría nadie llamar a esa mentira "piadosa".
La pequeña Rosa salió de la casa sin dudar un segundo. Tenía una esperanza en el corazón, una esperanza muy pequeña que le decía que ese día todo iba a salir bien por fin, que su muñeca estaba ahí, en alguna parte, esperándola, pasando frío junto a un bache relleno de agua marrón. Esa pequeña esperanza estaba rodeada por la sensación de decepción del que anhela algo por mucho tiempo y siente que siempre sale algo mal, que alguna cosa falla y le separa de su muñeca. Una sensación que acariciaba la desesperación, y a la vez le preparaba para ese fracaso, para esa distancia, para esa ausencia. Y allí estaba ella por fin, en la caleya de tierra marrón y piedras grises teñidas de marrón, con un fino reguero de yerba verde que la recorría justo por la mitad, y muchos baches irregulares rellenos de agua transparente teñida de marrón. Y en ninguno de esos baches había una muñeca. Ninguna de las seis veces que pasó por ellos, con sus idas y sus venidas y sus vueltas, en ninguna de las dos horas que pasó recorriendo la caleya. Tal vez cayó a un lado, entre la maleza, entre dos troncos de árbol, o en algún agujero tapado por la yerba. Tal vez alguien la encontró primero y se la llevó --pensó.
Su naturaleza de niña le daba la ilusión de que algo iba a pasar, un vecino se iba a acercar con ella en la mano para dársela, ¡o tal vez incluso un paje! Pero también había en ella una lucidez casi adulta, un espíritu de su tiempo, o tal vez su propio espíritu adulto mirándola a través del tiempo en el recuerdo, con ojos piadosos. Esa lucidez le pedía que se rindiera, que aceptara, le hacía intuir que todo era una trampa.
Separada de ella por unos pocos años y unos pocos kilómetros de distancia, había otra niña de campo, la pequeña Azucena, que caminaba con sus hermanas en el día de Reyes desde su casa de campo hasta el pueblo cercano, para recoger los regalos que habían dejado allí los Reyes para los niños de la zona. Los niños hacían cola frente a unos adultos que sacaban juguetes de sacos y daban al niño que estuviera el primero en la cola en ese momento, el primer juguete que sacaran del saco. Probablemente, había dos tipos de sacos, para niños y para niñas. La pequeña Azucena no quería una muñeca. Algunos años habían pasado desde que la pequeña Rosa recorriera seis veces la caleya, y probablemente la situación de la gente de campo fuera menos precaria. Así que probablemente también, la pequeña Azucena ya hubiera tenido más muñecas en el pasado, cuando era aún más pequeña. Si alguna vez le gustaron, ya le habían dejado de gustar. Ella esperaba otro regalo. Confiaba en que en el saco de las niñas hubiera algo que no fuera una muñeca. Unos Juegos Reunidos, tal vez. O un tablero de parchís, o de damas. Un libro al menos, pero que no sea una muñeca - pensaba. Su hermana quería la muñeca, pero no la negrita. Pero esos niños crecían solos, y menos mal, porque no había mucho tiempo para ayudarles a crecer. Y quiso el azar que a la pequeña Azucena le sacaran del saco (en el que seguro sólo había muñecas) una muñeca cuando estaba la primera en la cola, una con la carita regordeta y blanca, probablemente de plástico. Y quiso el azar que a su hermana pequeña le sacaran otra muñeca, también de cara regordeta, pero negra. Y su hermana volvió llorando la mitad del camino, y la pequeña Azucena volvió mirando a su muñeca hasta la mitad del camino, pensando en cómo de divertidos habrían sido unos Juegos Reunidos. Tal vez en los próximos Reyes. Y como no quería ver a su hermana llorar, le dio su muñeca de cara regordeta y blanca, porque si al menos no le habían dado ni un juego de mesa ni un libro ni una bicicleta (fantasía que casi ni consideró), quería que su regalo le hiciera feliz de algún modo. Y siendo la mayor de cinco hermanos, ya se había acostumbrado a que su felicidad pasara por la de sus hermanos, incluso por la de sus padres.
Los niños pequeños siempre se pelean de cuando en cuando, incluso aunque sean hermanos. Pero los niños de campo primogénitos, como la pequeña Azucena, o como la pequeña Rosa, tienen una sensación de necesidad desde que nacen, pues saben que la vida no es fácil. Y una sensación de protección desde que nacen sus hermanos, que tal vez maquilla la sensación de necesidad que van a tener éstos.
La pequeña Azucena nació en una época de menor necesidad, en la que podía querer unos Juegos Reunidos porque probablemente ya había tenido muñecas. Pero, como contábamos, la vida de campo es dura, y tuvo que ver morir a sus dos padres antes de cumplir los dieciocho años. Por suerte pudo estudiar y empezar pronto a trabajar, para ayudar a los cuatro hermanos que habían quedado a su cargo a que pudieran hacer lo mismo. Por suerte para ella también, se le daba bien estudiar, y pudo hacer aquello que realmente quería, que era cuidar a la gente, ya que era una niña primogénita de campo.
Los niños pequeños siempre se pelean de cuando en cuando, incluso aunque sean hermanos. Pero los niños de campo primogénitos, como la pequeña Azucena, o como la pequeña Rosa, tienen una sensación de necesidad desde que nacen, pues saben que la vida no es fácil. Y una sensación de protección desde que nacen sus hermanos, que tal vez maquilla la sensación de necesidad que van a tener éstos.
La pequeña Azucena nació en una época de menor necesidad, en la que podía querer unos Juegos Reunidos porque probablemente ya había tenido muñecas. Pero, como contábamos, la vida de campo es dura, y tuvo que ver morir a sus dos padres antes de cumplir los dieciocho años. Por suerte pudo estudiar y empezar pronto a trabajar, para ayudar a los cuatro hermanos que habían quedado a su cargo a que pudieran hacer lo mismo. Por suerte para ella también, se le daba bien estudiar, y pudo hacer aquello que realmente quería, que era cuidar a la gente, ya que era una niña primogénita de campo.
Hoy en día la pequeña Rosa y la pequeña Azucena ya no son pequeñas, son mujeres de familia, que con más suerte o más desgracia, han conseguido lo que querían. Están acostumbradas a que las desgracias pasen por sus vidas así, pasando. Y a combatir las desilusiones con esa lucidez adulta que a veces parecen tener los niños, o al menos, lo niños de campo, o al menos, los niños de otro tiempo. Saben que a veces hay que salir a buscar la muñeca con mucho caminar, aunque nunca llegue. Que desprenderse de lo que no necesitas es mejor que lamentar lo que deseas, porque a veces también es mejor lo ausente que lo no deseado. Hoy en día, ambas son enfermeras, lo que querían ser, ya que son niñas primogénitas de campo.
Tal vez los niños deban crecer solos después de todo. Tal vez la decepción temple a un niño con más robustez que la máquina y el biberón. Tal vez la presencia de la muerte que esconde un serón vacío haga que un niño se vea a sí mismo como adulto cuando su adulto le mira en el recuerdo. O tal vez simplemente el campo sea el lugar adecuado para que florezcan dos pequeñas flores como Rosa y Azucena.
Tal vez los niños deban crecer solos después de todo. Tal vez la decepción temple a un niño con más robustez que la máquina y el biberón. Tal vez la presencia de la muerte que esconde un serón vacío haga que un niño se vea a sí mismo como adulto cuando su adulto le mira en el recuerdo. O tal vez simplemente el campo sea el lugar adecuado para que florezcan dos pequeñas flores como Rosa y Azucena.
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