lunes, 10 de marzo de 2014

El Silencio de Patri Arqueada

  Imaginad una pequeña comunidad de vecinos. Un edificio de unas pocas plantas, habitado en su mayoría por parejas, unas casadas, otras con hijos, otras no. En este edificio vive una pareja recién llegada, Patri y Daniel. Son jóvenes y felices. Tal vez algo más felices que el resto de parejas. Pero como siempre, la felicidad es algo temporal.

  Todas las tardes, casi sin excepción, Patri y Daniel dan un concierto a sus vecinos. Un concierto que a veces se prolonga varias horas hasta bien entrada la noche. Un concierto de gemidos, risas y grititos, chirridos de muebles que se arrastran por el suelo y otros sonidos un tanto animales. A Patri ya se la conoce como la gritona o la gemidos entre sus vecinos. Especialmente entre sus vecinas, que usan un tono un tanto más socarrón y dañino, no carente de cierta envidia, que el de sus compañeros masculinos. A éstos, la situación les resulta más bien divertida, y hasta estimulante. A veces se han puesto juguetones con sus queridas cuando, estando sentados tranquilamente viendo la tele en el salón, comenzaban a oírse los primeros movimientos del concierto. Comenzaban la maniobra como si de una broma se tratara, con esa insensibilidad masculina que roza la estupidez. Porque normalmente ellas tendían a sentirse presionadas, como si tuvieran que copar el listón de entrega que marcaba Patri, y un poco celosas, ya que se sentían el objeto de descarga de los estímulos de otra. Eran estos unos celos un tanto absurdos, sí, o más bien complejos, mejor, complejos como lo son casi siempre las mujeres (y también, por qué no decirlo, un poco absurdas a veces). Pero, ¿a quién se le ocurre? En un momento de calma en el que "la gemidos" comienza a dejarlas en evidencia, exponiendo una sexualidad más intensa que la de ellas, en ese momento en que se sienten molestas y atacadas, aunque no se lo reconozcan ni a ellas mismas, ¿a qué bruto se le ocurre solucionar la papeleta con carantoñas y sugerencias sexuales? ¿Acaso era aquello algún tipo de premio de consolación? - Tú tampoco lo haces tan mal, cariño, ven aquí y no llores...

  ¿Y qué iban a responder ellas? - Tal vez si  no lo hicieras tan mal, tal vez si duraras tanto, yo podría disfrutar y gritar también tanto... No, porque no había lugar, porque tal conversación no existía, o mejor dicho, él no se daba cuenta de que existía, porque estar, estaba ahí. Él se sentiría confuso y sobre todo, ofendido. Y no le podía hablar por gestos, como él hacía con ella sin darse cuenta, ya que no los iba a entender. Él era un torpe, pero ella no.
  No. De ninguna manera. La guarra esta se tiene que ir.
  Las mujeres se sentían, como vemos, atacadas e invadidas por una nueva inquilina. Los hombres, frustrados. Y como hombres, buscaban una solución fácil al problema, cuando tal vez el problema no fuera tal, sino solamente una situación con la que hay que lidiar. Y confundieron el fácil con el simple, y creyeron que empatizar era tomar la decisión racional de odiar lo que ella odie. Y así fue como los hombres comenzaron a odiar a Patri, y algunos subían acompañando a sus compañeras, cuando éstas iban a picar a la puerta de Patri y Daniel, solicitando que fueran un poco más comedidos, de forma educada primero, que progresó hasta el aireo. Algunos incluso tomaban la palabra, pero eran relevados por ellas cuando éstas consideraban que a su protesta le faltaba energía.
  Ni que decir tiene que Patri y Daniel no querían renunciar a sus tardes de placer, ni irse a un hotel siendo ésa su casa, ni llevarse mal con sus vecinos. La situación era complicada, despedían a los protestantes con una mezcla de vergüenza y resignación en la cara, y un "lo siento, intentaremos ser más discretos". Pero las buenas intenciones se olvidan en el fragor de la batalla. Comenzaron a intentar mantener encuentros más calmados, cariñosos, lento-silenciosos, y con esta técnica descubrieron nuevas dimensiones del inmenso placer que compartían, que les hacían estallar en tracas finales tanto o más salvajes que las anteriores. Fue peor el remedio que la enfermedad, y las visitas protestantes se repitieron, se volvieron más frecuentes, y pasaron de resultarles graciosas y divertidas a tediosas e incómodas. Había un hervor de sentimientos y relaciones interpersonales en ese edificio muy complejo que parecía oponerse a un sentimiento de amor de lo más puro, ya que el ser humano es así de complejo y oscuro.
  Y cuando más parecían empeorar las cosas, y más lejos parecía la solución del problema, sin que éste (el problema) influyera ni mucho ni poco en el hecho, Patri y Daniel rompieron, y Patri la gritona se fué. Fue ésta una solución aparentemente ideal, que dejó a todos contentos (excepto a Patri y Daniel, ya que las rupturas nunca son agradables, y menos cuando se comparte algo tan intenso y bonito como compartían ellos). Nadie les había echado, aunque hubieran querido, lo cual les libraba del sentimiento de culpa. Y nadie les había prohibido que siguieran amándose, lo cual sería injusto. Habían roto, cosas que pasan. Llegaron los días de silencio, y con el paso de éstos, la tranquilidad y la felicidad de vuelta al resto de vecinos, como si el intensísimo amor que Patri y Daniel compartían se hubiera repartido entre el resto de parejas, diluyéndose ligeramente, provocando estados de cariño conformista.

  Un día, un par de semanas de silencio tras la sonada ruptura, una cabellera rubia pasó por la puerta del edificio, y luego por la puerta de Daniel. Una cabellera como la de Patri. Pronto comenzaron las risitas. Los primeros chillidos burlones, como si alguien en ese piso estuviera jugando al gato y al ratón. Y pronto los chillidos se convirtieron en gemidos, y no tan pronto, en gritos desgarrados que casi hacían dudar de que el placer fuera el causante, será exagerada... Gritos que helaron la sangre a los vecinos que los escucharon, no por desgarradores, sino por el recuerdo de una pesadilla que creías olvidada y te asalta de nuevo en una noche de sueño tranquilo, o más bien, como aquel mal recuerdo que creías pesadilla, hasta que vuelve para mostrarte su asfixiante realidad, y su promesa de eterna compañía.

  Y luego más silencio. En el piso de Daniel, un silencio dulce y húmedo, somnoliento, lleno de caricias y sabores humanos. Lleno luego de aroma a café, y a comida recalentada. Y en el resto de pisos, un silencio hostil, denso, material. No ya tan material que se pudiera cortar, sino tan material que cortaba. Sí, era un silencio cortante, un silencio que casi parecía injusto.
  Y luego, una puerta que se abre, una risa, un beso, una puerta que se cierra. Unos tacones. Más puertas que se abren, tapas de mirillas que se giran. Una melena rubia que ondea silenciosa en el aire denso y viciado que sale de las puertas abiertas. Un "hola" tímido que obtiene un "hola" dubitativo por respuesta, otro que obtiene un silencio, otro que obtiene un portazo. Y luego el portal, que se abre y se cierra. Y todas las puertas se cierran. No era Patri.
  Después de unos pocos días de silencio, atraviesan el portal del edificio Daniel y una cabellera morena. Se oyen los pasos por las escaleras, las risas, la vibración lenta de la voz de Daniel, la voz más aguda de ella, aunque aún grave, demasiado grave para una rubia tal vez. Algunos vecinos de ambos sexos se asoman a las mirillas por igual, pero hay una carrera tácita de molestia que de pronto los hombres, en contra de su voluntad, comienzan a ganar. Y las mirillas les muestran algo que ya sabían, y algo que no. Que la chica que le acompaña no es Patri, y que tampoco es "la nueva". Es "la otra", "la morena". Con tan mala suerte para la comunidad, que "la otra" resulta ser igual de gritona que las otras. Las mujeres comienzan a morderse la lengua, o mejor decir, a aguantarse la mente, antes de pensar mal de esta tercera chica. Encuentran su odio injustificado ante el disfrute fingido, claro está de las amantes de Daniel cada vez más injustificado, creen que tal vez no sea su culpa. Se sienten aliviadas. Se sienten, algunas, estimuladas. Daniel de pronto no es el juguete de aquella teatrera, sino un secreto objeto de deseo, una curiosidad viciosa. Al otro lado del sofá, sus hombres, sintiendo sus penes pequeños, las miran con cierto alivio, disimulando su vergüenza. Ilusos de ellos, no les preocupan tanto los gritos al ver que no enfadan a su compañera tanto como antes. Problema solucionado, y solución que no tardará en ser un problema.
  En los días sucesivos, cabelleras de muchos colores (algunos repetidos, que no necesariamente algunas) atraviesan el portal y luego la puerta de Daniel. Y múltiples timbres de voz van interpretando las correspondientes tardes y noches ese concierto que siempre es el mismo, pero nunca es igual. Y los hombres acabaron por ganar la carrera de la molestia de pleno. Las mujeres les miraban desde el box, se habían quitado el mono, y se comían tranquilamente un helado en bermudas y chanclas, con lametones lentos, provocativos. Les miraban desde el otro lado del sofá, notaban su vergüenza, su duda, sentían que debían pagar, simplemente por karma, porque ellas habían penado antes. Y entonces les pinchaban, buscaban sus miradas cuando comenzaban los conciertos, aunque de soslayo, y cuando éstas se cruzaban, iban acompañadas de sonrisas burlonas, innecesarias.
- ¿Qué pasa, que ahora te divierten? ¿Ya no te molestan los grititos?
- No sé, supongo que me he acostumbrado -y otra sonrisa cruel.
- Pues yo mañana tengo que madrugar igualmente -sea Patri o no, pero ésto sólo lo pensó-, y tú me parece que también.
- Si tanto te molesta, ¿por qué no subes a decirles algo?
  Tú. TÚ. Ese "tú" fue la puntilla de la crueldad. Con qué cara iba él a subir a picar a Daniel para pedirle que por favor, no se follara tan bien a sus amiguitas. ¿Por respeto al hombre medio? ¿Por decencia y moral cristiana? O agachar las orejas y pedirle que amordazara a sus víctimas, admitiendo que era injusto privarlas a ellas del gozo, pero también denigrante para ellos la evidencia sonora del mismo. Y de esto, poco más se habló. Se instauró así el patriarcado de Daniel, en el que siendo él la causa de las molestias de la comunidad, nadie le podía tocar ni culpar, ya que de pronto había un mérito extraño en perturbar el silencio, una cierta superioridad. Y las mujeres, curiosamente aceptaron gustosas esta imposición, como si no hubiera el mismo mérito en ocuparse del disfrute propio, y se hacían esclavas.

 Ahora podría contar que finalmente, a las demás parejas se les ocurrió (probablemente primero a una, y luego se extendió por imitación, y porque lo pedía el cuerpo) ser más ruidosos durante sus coitos, y comenzar una batalla musical de vecinos. Pero no me apetece que ocurra esto en mi historia. De todas formas, si eso hubiera ocurrido, probablemente todos hubieran descubierto que lo que comenzó como una broma, un juego, una competición infantil, acabó destapando libidos y tapando inhibiciones, focalizando y desatando las energías e ímpetus, y que aquel edificio se convirtió en una orgía de celebración, de amor, de desenfado. Que si bien no todo el mundo era feliz, todo el mundo era un poco más feliz. Pero esto, obviamente, no ocurrió. Aún así, la moraleja de esta historia, de haber una, es que gritéis. Gritad, liberaos. A modo general, diría, pero el sexo (siempre) es buen lugar para empezar.

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