lunes, 28 de noviembre de 2016

La Chica de la Sonrisa

     Da igual a qué momento concreto intente acceder mi memoria al tratar de recordarte. Siempre está ahí, tu sonrisa. Esa sonrisa tan tuya, capaz de llegar casi hasta los lóbulos de tus orejas sin tener un ápice de forzada, enseñando los dientes lo justo. Esa amplísima rodaja de fruta prohibida que aparece sin más en un plato de frutas de temporada, como muy casual.

     Se da otro caso curioso con los recuerdos que me generas. Por un lado, siempre estás más guapa en la realidad que en el recuerdo. Esto, lo admito, puede ser común, no sé si en mí, o en el grueso de la gente --lo que nos gusta llamar "los demás", como si hubiera una distinción clara entre tú y yo, y el mundo--. Esto puede ser común, sí, que uno se quede con los rasgos más característicos de una cara (siendo lo "característico" lo que más probabilidad tiene de hacer a una cara fea), y luego los ensamble como pueda. El montaje puede llevar la aclaración al margen de "guapo" o "feo", o "no strong feelings one way or the other", pero no llega a formar una imagen, objetiva y tangible, que merezca tal interpretación. Con los recuerdos de fotografías la cosa funciona distinta. Una imagen de dos coma una dimensiones, plana y que captura una fracción diminuta de tiempo, y que carece de la entidad propia de lo retratado. De hecho, salvo aquellas personas que tienen el don de la pose y perfil perfectamente ensayados, nadie sale igual en dos fotografías. Se podría decir que cada fotografía de uno representa a una persona distinta, y ésto, de algún modo, es verdad incluso para esas personas con el don de la pose. Pero, volviendo al tema, cada vez que te veo a través de una cámara, y en ese primer segundo en el que tú me ves a mí también y me regalas esa sonrisa tan tuya, tan casi literalmente de oreja a oreja, algo me aprieta por dentro y me hace decir "qué guapa eres, qué guapa estás", no sabiendo nunca decidirme entre ambos verbos.
     Por otro lado, cuando te veo en persona, la cosa es al revés. Tal vez sea por estar acostumbrado a verte de ese otro modo, mirando a una pantalla a la espera de que aparezcas de repente, y reconocerte en esa primera fracción de segundo, como esa imagen completa de belleza que me aprieta por dentro. Tal vez, cuando te espero en la estación, espero de algún modo que te materialices en la puerta como por arte de magia, que tu imagen me sorprenda y me apriete y que me haga decir "joder, qué guapa eres, qué guapa estás", sin saber nunca decidirme. Tengo la extraña certeza de que en cuanto entres en escena, traerás contigo un brillo especial, como de diez focos que te siguen desde arriba, dejando claro que eres la protagonista, la soprano primera, la investigadora principal. Pero no, sales por la puerta como el resto, caminando a un ritmo normal, pasando casi desapercibida entre la gente, entre los demás, y yo tardo un segundo completo en darme cuenta de que eres tú, porque la certeza de los focos habían vuelto a mi atención perezosa. Sales por la puerta con andar alegre y despreocupado, como muy casual, y me sonríes de oreja a oreja y en cuatro dimensiones, con tu sonrisa acercándose y buscando la mía. Y entonces, en el segundo segundo me doy cuenta, sorprendido, de que eres humana.
     Luego llegas, me abrazas, tu sonrisa se amplía más, mucho más, hasta límites fuera de la ciencia, y encuentra por fin la mía. Y entonces pasa un minuto entero de quietud en el que vuelvo a creer en la magia.

     Tal vez si no fuera por ese segundo, yo jamás me atrevería a ponerte una mano encima. Y me la cortaría si se atreve a rozar tus partes más íntimas después de haber estado limpiando fangos negros en trabajos nocturnos, por muchas capas de jabón y lejía que los hayan sucedido. Y me arrancaría la lengua si se atreve a probar tu sonrisa, después de haber probado licores que en el fondo, nada tienen de espíritu, y después de que unas cuantas bacterias me caguen en la boca mientras duermo para darme aliento mañanero, cuando tú vienes a verme por la mañana para despedirte. Pero entonces se abre la puerta de la habitación y entras tú, con una sonrisa de oreja a oreja, aunque no haga falta decirlo, con tu andar desenfadado, todo muy casual, y te metes con ropa conmigo en la cama. Y entonces te abrazo, y te beso, y te acaricio la piel. Y doy gracias a lo divino por que seas humana.