lunes, 21 de abril de 2014

Desde el sueño de Gabo

  Recuerdo la primera y última vez que vimos a Gabo. Cuando supe que ahora soñaba en otros mundos, todas las noches de por en medio quedaron unidas en un continuo lleno de saltos y permutaciones. Esa noche yo me llamaba Miguel, y jamás lo había visto. La noticia me llego en pequeñas olas; primero leí algo sutil en Internet, una frase entrecomillada de una amiga, que yo no conocía. Un escueto comentario a esa frase, de un desconocido, se la atribuía a Gabo, con esas cuatro letras, y se despedía de él. Ahí empecé a echarlo de menos sin saberlo.
  El resto del día es probable que leyera noticias de refilón, que mi mente evadía, no queriendo pensar mucho en el tema. Esa tarde cambié de ciudad, y bebí con amigos hasta que cayó la noche. Un mensaje de otro amigo en el teléfono me dijo "murió Márquez, es triste si lo pienso, lo quería en la isla". Y ese amigo es de algún modo mi consciencia, así que yo también pensé, y aconteció la unión.

  Vi entonces a Gabo por primera vez. Yo me llamaba Dagoberto, y estaba sentado a una mesa de madera oscura, contigua a la suya. Él agitaba un café con la cucharilla, su mirada perdida en el ventilador inmóvil del techo. Murmuraba frases con una sonrisa -siempre le recordábamos sonriendo-, que según supe luego, eran fragmentos de Pedro Páramo. No llegó a posar la mirada en mí, y yo no supe en ese momento que estaba ahí puesto por él, hasta que lo volví a ver por ojos de Miguel. Recuerdo la luz roja del ocaso filtrándose por la vidriera, después de rebotar en nubes y difractar en el azul anaranjado del aire, y que ya no había sol.
  Vi entonces a Gabo por segunda vez. Yo me llamaba Eduardo, y le llamaba Gabo. Él sonreía, y me llamaba Dago. En aquel momento no lo entendí, y el gesto de mi cara sirvió como pregunta, y su risa sirvió como respuesta. Compartíamos una botella de aguardiente, que ocupaba el centro de una mesita de su salón. Hablamos de magia y existencialismo, y en los silencios entremedias él contemplaba el humo de mi cigarro subiendo por entre mis dedos. Me dijo que tal vez había una tercera opción, que tal vez no fueran las ideas ni la existencia la sustancia real de las cosas, que el mundo no fuera interior ni exterior, sino tal vez un interior externo, como si fuéramos el sueño de otro. Y tampoco le entendí. Mi tesis anterior había sido que poco importaba que fuera de un modo u otro, ya que nuestra percepción seguía siendo igual, y con sus palabras, él me arrebató mi percepción y se la quedó. Y yo ya no era la persona que luego abandonó su casa. Yo desaparecí cuando le distrajo el ruido de una cafetera, y no volvería a aparecer hasta la tercera noche en que le vi.
  Unas veces, le veía y poco o nada recordaba de cualquier cosa anterior. Simplemente aparecía, y él ya estaba ahí. Otras, recordaba ciertas cosas de un pasado que podía parecerme común o fantástico. Algunas veces, incluso, podía llevar un rato en un sitio y tardar él minutos y hasta horas en aparecer.

  Vi entonces a Gabo por última vez. Yo me llamaba Miguel, y estaba bebido en una ciudad que no era la mía. Divagaba apoyado contra la pared, a la puerta de un bar, cigarro en mano. Me envolvía una ligera bruma de tristeza. Recordaba e imaginaba a gente, de manera alterna, y entonces le vi. Sonreía. Estaba sentado en un sillón, en un saloncito acogedor. Recuerdo que me dijo cosas, y no qué cosas me dijo. Estaba borroso y creí estar soñándole yo a él. Quise apuntar sus palabras, recuerdo que me parecieron muy sabias. Pero no lo hice, creyendo que eran mías, y entonces le dejé de ver. Apuré mi vaso y mi cigarro, y volví al bar, a una realidad menos amable.
  Quiero creer que me habló de la magia, que le restó importancia. No por inexistente, sino por demasiado común. Pero realmente, sus palabras, su sonrisa, y hasta el saloncito, todo se ha vuelto borroso, y tengo miedo de no ser el mismo que le vio, de que ése haya desaparecido. Y de que tal vez haya sido el último sueño de Gabo.

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