jueves, 18 de junio de 2015

La última noche de Sócrates

     Un murmullo de viento lloroso entraba silbando por entre los barrotes de la ventana. Hasta el aire de Atenas se dolía por el destino de uno de sus hijos predilectos. Lo bueno de la muerte, decía él, es que no tendré que inventar excusas para huir de mi mujer. Jantipa se había retirado hacía un rato, con el rostro oculto entre las manos. Los que se sentaban a su alrededor en la fría piedra apenas podían corresponder con medias sonrisas, cualquier gesto alegre les parecía siniestro. Por supuesto, Sócrates se había despedido en privado de su mujer, con mucha tristeza. Posiblemente ambos hubieran llorado, aunque resultaba difícil imaginar ese rostro imperturbable derramando lágrimas, con la entereza que mostraba en ese mismo momento, a pocas horas de distancia de la muerte. Pero él sabía bien quién era el principal encargado de mantener la calma en ese momento, de hacer bromas, de transmitir una última lección que ya ninguno de los presentes olvidaría.
     Todas las discusiones acerca del desenlace de esa noche habían sido ya zanjadas. Ni las protestas de Teages o Aristipo acerca de la ambigüedad de esa ley, o de la injusticia interesada en su aplicación, ni los intentos de Euclides por buscar una absolución dentro del marco legal, ni el silencio de Platón; ninguna había producido ningún cambio sobre la determinación de Sócrates, y por ende, sobre el inminente desenlace.
     -No es la justicia o corrección de una ley lo que hace que deba ser respetada, o el hecho de que pueda ser interpretada con mayor o menor desviación. Es el hecho de ser ley, por definición. Dime, Teages, ¿cuál sería el propósito de las asambleas, de los legisladores, si las leyes fueran únicas e indiscutibles desde el principio de los tiempos, y conocidas por todos los hombres? Y dime, Aristipo, ¿cuál sería el resultado de que todos los hombres actuaran según su propio criterio, cada vez que creyeran que una ley fuera injusta para ellos? Decidme ambos, ¿debe una ley ser respetada por ser un acuerdo común de los ciudadanos, o por ser acorde a los principios de un hombre, en asuntos concernientes a la vida pública?
     Las preguntas de Sócrates quizás pudieran parecer ambiguas para el no iniciado, o incitar a la réplica, defendiendo el concepto universal del bien, de la justicia, de la ética personal que debía tener cada hombre que se preciara. Pero hacía tiempo que las preguntas de Sócrates ya no eran contestadas. Conocían demasiado bien a su maestro, no les hacía falta indagar en los puntos oscuros con sus respuestas para llegar a la conclusión a la que les haría llegar con sus futuras preguntas; ya sabían recorrer ese camino ellos mismos.
     -Y dime tú, Euclides. ¿Qué es para ti la clemencia? ¿En qué ayuda al justo cumplimiento de la ley? ¿Sirve acaso para salvar al inocente que es injustamente juzgado, o para darle una segunda oportunidad al culpable?
     -Para lo que sirva, tal vez lo hayan de juzgar los mismos que dictan sentencia. Pero indudablemente, es un recurso contemplado en la propia ley.
     -Y también lo es no pedirla. He sido juzgado culpable de ser un enemigo para Atenas, por razones con las que puedo disentir, pero por hechos que no niego. Dice la ley que he de morir, y como buen ciudadano, mi deseo ha de ser la muerte. Tal vez pudiera haber apelado a una pena más liviana, presentado mi defensa con una humildad y arrepentimiento que no sentía. Ambas cosas hubieran sido tratar de doblar la ley a mi antojo o predilección, ¿qué ejemplo hubiera sido ése? ¿No hubiera obrado yo, en ese caso, de manera similar al los jueces que tanto criticáis? Cada hombre tiene sus principios, y de igual modo que un buen ciudadano no debería tratar de imponerlos a la ley, tampoco debería cambiarlos o esconderlos por miedo a su castigo. No, la decisión está clara. Hablemos pues, si os parece, de asuntos más trascendentales, pues a mi parecer podrían ser mucho más apropiados y útiles en este momento.
     A muchos les costaría entender cómo un hombre tan irreverente, tan acostumbrarlo a cuestionarlo todo y darlo todo por falso de partida, hasta que se demuestre lo contrario, era tan obstinado en su deber como ciudadano, en el cumplimiento de la ley. Pero era una cuestión puramente práctica. En primer lugar, la ley era útil, había permitido el nacimiento, expansión, y gloria de su amada Atenas. En segundo lugar, un hombre puede querer cambiar una ley, pero nunca anticiparse al cambio efectivo para su aplicación. Pues, como bien sabía, un solo hombre no sabe nada, ni siquiera el conjunto de todos los hombres puede tener total seguridad de saber algo. Y por esa razón, sólo quedaba el consenso. La opinión no era conocimiento, era simplemente todo lo lejos que creía haber llegado un hombre en su saber. Es decir; la opinión no era nada.

     Sólo quedaba saber cuánto de Sócrates quedaría después de que su corazón dejara de latir, y su boca de hablar. Él creía que habría algo después de la muerte, aunque, por supuesto, no negaba lo contrario, y estaba dispuesto a escuchar y discutir puntos de vista opuestos. Así era que escuchaba con profunda atención a Fedón y a Simmias, cuando estos argüían que todo estaba ligado al cuerpo material: que había otros seres a los que también se les consideraba vivos, y nadie creía que tuvieran una vida después de muertos. Y que, del mismo modo, aquello que nos hacía especiales, la consciencia, nunca había sido observado fuera de un cuerpo material, y que por tanto, no había motivos para creer que pudiera existir lo uno sin lo otro.
     Era cierto lo que decían, decía Sócrates. También es cierto que existen ciertos conceptos abstractos, ideas, que le son familiares al hombre, sin necesitar para ello un sustento material para identificarlas. El hombre está en contacto con ese mundo inmaterial, y puede que perder su cuerpo no le prive del mismo. Todo lo que conozco, decía, lo conozco por mi propia percepción; lo material y lo inmaterial. Es mi percepción, de algún modo, lo que le da realidad y existencia al mundo, y no al revés. Tal vez el fin del cuerpo, siquiera el fin del mundo, no sea el fin de mi existencia.
     Su mundo, en aquel momento, y por todos los momentos que le quedaban, se limitaba a su celda, sus compañeros, su diálogo con ellos, y sus pensamientos. La parte material de su mundo, en aquel momento, era minúscula, y en todos los momentos que le quedaban, aún menor, en comparación con la parte inmaterial. De algún modo, tal vez estuviera realmente cada vez más lejos de su vida terrenal y más cerca de la trascendental. Tal vez estuviera más cerca de la verdad por puro instinto, y sin embargo, nunca se separaba de la lógica en todas sus intervenciones.

     Entró entonces el sirviente con la copa, seguido por Jantipa, envuelta en lágrimas. Sócrates preguntó al sirviente qué debía hacer, ya que él estaba al tanto de esos asuntos.
     -Bebe la cicuta. Levántate luego, y da unas vueltas por alrededor de la estancia, hasta que se te entumezcan las piernas. Acuéstate entonces, y espera a que te invada el sopor, hasta llegar al corazón.
     Sócrates bebió, impávido, rodeado de llantos y lamentos ahogados. El aire de Atenas volvía a sollozar por entre los barrotes. Sócrates caminó, sintiendo el frío de la piedra en los pies, y en la nariz, el olor de la rapa y el azahar que se colaba por la ventana, el de la humedad de su celda, de los cuerpos de sus acompañantes, el de la orina de la cicuta en el fondo de su lengua. En su oído los continuos sollozos de los presentes, y en su boca los reproches pertinentes. No hay razón para estar tristes, les decía, siempre he obrado con corrección. Éste es un buen final para un hombre, y espero, un buen ejemplo y lección. Las paredes comenzaron a teñirse de un naranja grisáceo con el alba, y dejó de notar el frío en los pies. Fue hacia el banco de piedra, se tumbó, Jantipa arrodillada le tomaba por una mano. Cubrió su cabeza con un paño.
     Cada vez entraba y salía menos aire de sus pulmones, pero aún el suficiente para, apartando un momento el paño, decir:
     -Critón, le debo un gallo a Esculapio. Cuídate de que se pague la deuda.

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