jueves, 13 de agosto de 2015

La última noche de todos los demás

     Lo primero que vio fue la puerta de un retrete de una estación de metro. Antes de eso, había visto muchas más cosas, sí. Había tenido una vida normal. Una infancia, una adolescencia, y una madurez como la de cualquier otro. Su primer beso, su primer trabajo, su primer hueso roto. Y entonces, al cumplir los treinta y tres, despertó, y supo quién era. Recordó Nazareth. Recordó Jerusalén. Recordó el beso y los clavos, en un retrete del metro de Nueva York. Y escuchó una voz que le decía "encuentra un solo hombre justo en Sodoma".
     Salió de los baños, y caminó entre la multitud. En las caras de la gente veía ahora un cierto color, una tonalidad muy precisa en la que estaba codificado todo su ser. Su pasado, su futuro, sus memorias. Lo que habían comido esa mañana. Lo que habían escrito en su móviles hacía cinco minutos. La gente que amaba, la gente que odiaba. La gente que le amaba y le odiaba a él, o ella. Todas sus aspiraciones, sus capacidades, su vergüenzas. Y no había ningún color allí con el que pintar dignamente sobre el lienzo de una nueva Tierra.

     Siempre ha de haber, al menos, treinta y seis hombres justos sobre la faz de la Tierra. O si no, todo se iría a la mierda, decían los místicos, sin saber bien cómo ni por qué. El cómo, no importaba. El por qué, era muy sencillo. Ellos eran la razón de que el planeta aún mereciese la pena. También, por pura difusión. Era estadísticamente más probable que los hombres se comportaran de manera justa en las cercanías de un hombre genuinamente justo, estaba comprobado. Cuestión de confianza. El llamado "hombre justo" había impulsado la característica fundamental para la que el planeta había sido poblado: la cooperación. Una red de mentes pensantes, sentientes, que se asociara para la profusión de ideas sinérgicas. El objetivo se había logrado; la casi totalidad del planeta estaba conectada, y las ideas manaban de cada agujero sin control. Y esa era precisamente la otra cualidad, el control. Habían conseguido que las nuevas ideas surgieran, pero no podían elegir hacia dónde. ¿Y por qué treinta y seis? Podrían ser treinta y seis como cuarenta y dos, en este caso el número era un puro cálculo del jefe del proyecto, nada que ver con seis continentes ni con las seis puntas de la estrella de David.
     El Universo estaba a punto del colapso, apenas a unos pocos millones de años de distancia. Tal vez fuera tarde para un nuevo intento. Iob, de la casa de El, estaba condenado por esa misma destrucción del Universo, al igual que todo lo contenido en él, en contra de lo que lo contenido en él pudiera pensar. Encuentra un solo hombre justo en Sodoma. La situación era desesperada, prefería agarrarse a una única esperanza que empezar de cero. Un hombre que pudiera dirigir la especie hacia las estrellas, de nuevo.

     El Hijo del Hombre caminó por las calles de la ciudad. Tomó un bus urbano, en el que nadie parecía reconocerle. Había en él un mendigo, al lado del que nadie quería ir sentado. La esperanza del hombre estaba en los seres humildes, pensó. Pero la cara del mendigo mostraba un color horrible. Ninguna ambición, ninguna gana de aportar. Una humildad y generosidad adquirida sólo a través de la debilidad. Un mero mecanismo de supervivencia. Estaba cansado de todo aquello. La supervivencia individual era necesaria, pero no lo era todo. La supervivencia última era lo único importante. Esos incautos no lo comprendían.
     Se bajó del bus. En la calle todo era gente bebiendo, fornicando en callejones oscuros, bolas de grasa engullendo bolas de grasa tras el cristal de un restaurante, o en la propia acera. Lo habían comprendido, sí. La exaltación de la vida era la clave. Habían superado sus miedos, sus llamados "pecados", con el tiempo, porque ya no les hacían falta. Pero se habían quedado ahí. ¿Qué pasaba con las partículas elementales? ¿Qué con la teoría de cuerdas? Habían llegado a las puertas del mayor acertijo jamás propuesto, sólo les quedaba probar, y probar, y probar de nuevo. Elucubrar, imaginar. Descifrar. Habían perdido la curiosidad. Habían perdido las ganas de invertir recursos en eso. Se habían tumbado a dormir con una hamburguesa medio mordida en la boca y un juguete vibrando en el culo. Eso era todo.
     Encontró entonces, sentada en un portal, fumando un cigarrillo, a una mujer preciosa. Fumaba, sí. Pero no despreciando la vida, sino rellenándola. Alargar su existencia un par de años no le preocupaba tanto como exaltarla. Experimentar, conocer. Probar. Se lo decía el color de su cara. Miraba al cielo, miraba a las estrellas. Pensaba en distancias muy lejanas, millones de años adelante en el tiempo. Varios millones de años más adelante de los que al Universo realmente le quedaban, antes de que las constantes del juego temblaran, cambiaran, y todo se desintegrase. Y el Ser, lo que existe, dejaría de hacerlo. Ella no lo sabía, pero podría saberlo. El Hijo se acercó a la Hija, y le dijo "hay al menos un hombre justo en Sodoma. O, al menos, una mujer". La Hija le miró mientras expelía el humo de su boca, sentada en su escalón, y le dijo "avatares del lenguaje".
     Entonces el Hijo sonrió, y ella pudo ver por un instante también el color de él en su rostro. Un color como nunca había habido sobre la Tierra en milenios. Y todo se derrumbó. El color de la cara de ella cambió, se volvió profano, vulgar. Se había enamorado. Prohibido inmiscuirte en la vida de los hombres. Uno de los mecanismos de la supervivencia que tanto avance había creado, y tanta desgracia había traído, esta vez había jugado en su contra. La había cagado, y ya no quedaba tiempo.

     Padre, hemos terminado. No ha habido suerte.
     Una ola de luz blanquecina iluminó la Tierra, apenas por un instante, y al irse, todos eran cenizas. Todos menos él. Merodeó por las calles despreocupado, triste. Recordó el viejo dicho. Si tiene solución, ¿de qué te preocupas? Si no la tiene, ¿de qué te preocupas? Me preocupo, nos preocupamos, porque no sabemos si la tiene o no. Y si no la tiene, el fin del Ser desde luego era algo de lo que preocuparse. Sólo preocuparse les llevaría a encontrar la solución que aún no sabían si existía. Menudo dicho estúpido. Di mejor; si ya conoces la mejor solución, ¿de qué te preocupas? De nada, claro. ¿Quién se preocupaba cuando sabía haber encontrado la mejor solución?
     Pateó unos cuantos grupos de ceniza, con rabia. Se agachó y recogió un poco en una mano, dejando que cayera entre sus dedos. No pensaba nada concreto. Sólo se tomaba unos minutos para lamentarse, y que el resto del tiempo, su preocupación pudiera dedicarse exclusivamente a resolver el problema. Era el último hombre en la Tierra. Disfrutaría un rato más del agradable roce de su atmósfera en su cuerpo nativo, antes de ir a buscar otro planeta, o lo que fuera. Tanto remar para morir en la orilla... Esos tipos habían conseguido cosas a las que ni siquiera habían llegado ellos mismos. Cosas que ellos hacían como algo natural, sin llegar a saber por qué podían, los humanos las habían deducido por razonamiento, ensayo y error, y mucha ambición. Voluntad. Partículas entrelazadas cuánticamente, neutrinos que viajaban por encima de la velocidad de la luz, enviando mensajes al pasado. Cosas alucinantes. Y sin embargo, se habían quedado atascados follando, comiendo, durmiendo, bebiendo... Las mismas cosas que les habían llevado tan lejos. Y tan cerca...
     "He terminado aquí, estoy listo", y su cuerpo se convirtió instantáneamente también en ceniza, desmoronándose sobre otras cuantas, dando final al último testimonio de lo que podía haber sido. Y la presencia de Iob en la corona del Sol se alejó a toda prisa por alguna dimensión retorcida, perdiendo de vista rápidamente a la Tierra, y privando a su estrella de la estabilización artificial. Y la supernova en la que estalló el Sol fue apenas un destello en su pantalla.

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