Cada vez que salía a la calle, miraba al cielo. Le gustaba sentir la inmensidad, aunque fuera vista desde su pequeña y agradable roca. Sentir la pequeña fricción contra el aire de la atmósfera. Mirar el firme suelo asfaltado como un campo abierto por el que las criaturas como él correteaban. Ser consciente del marco que lo rodeaba, de su mundo. Ver los edificios como imponentes bloques de hormigón, incluso los más pequeños.
Es curioso pensar cómo la costumbre hace que cuando conocemos bien algo, lo incorporemos a nuestra vida como una parte de ella, de manera que lo vemos y entendemos de una forma diferente a como realmente es. Cuando mejor conocemos algo, la costumbre nos hace menos conscientes de su auténtico ser. La manera en la que le resultaba más sencillo analizar todo, en la que las cosas aparecían como obvias, era siempre desde el punto de vista del espectador que observa sin inmiscuirse. La alienación (estado mental caracterizado por una pérdida del sentimiento de la propia identidad). Perder todo lo que te hace ser tú mismo hasta ser realmente tú mismo. Un niño recién venido al universo, que observa todo con perpleja inquietud, con el sólo consejo de las experiencias. Un visitante para el que todo le es extraño, e intenta comprender las reglas de la partida ya comenzada. Un absurdo buscador de sentidos en un cosmos aparentemente desordenado. Y en cada uno de esos sentidos (auténticos o fingidos) una gota de felicidad. El último sentido.
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