viernes, 8 de noviembre de 2013

Tierra de todos

 Esta mañana, parado en un semáforo camino del trabajo, sabiendo que iba a llegar tarde y con algo de resaca (ese es el dibujo de mi estado de ánimo en ese momento), un espontáneo de nacionalidad posiblemente rumana (por decir algo, no por etiquetar) me ha limpiado el parabrisas del coche ignorando mi negativa. Todo hay que decirlo, el parabrisas estaba especialmente sucio y necesitaba ser limpiado. Me resigné a buscar alguna moneda en mi cartera y comprobé con una mezcla de decepción y alivio que no tenía ni un céntimo. Ni billetes, ni nada, cero. Le enseñé la cartera por la ventanilla, disculpándome. El insistió, que tenía cambio de cinco. Supongo que estaba acostumbrado a la excusa de "no tengo cambio" y no se esperaba que no tuviera dinero de verdad. Le enseñe brevemente todos los recovecos de mi cartera mientras reafirmaba "nada de nada, nada, lo siento". Él me sonrió y me deseó suerte para mí y para toda mi familia, y en ese momento la decepción venció al alivio. Bien es cierto que por las pintas que tenía mi coche, mi cartera, y posiblemente mi cara, tal vez el espontáneo hasta reprimió la tentación de darme él una de las monedas que había recaudado en su mañana de trabajo. 
  Volviendo yo del mío esta tarde, con un billete de 50€ en la cartera, pensé si el espontáneo amable (insisto en llamarlo así, ya que no se me ocurre otra palabra para definir esa profesión) tendría cambio de 50€. Y me sorprendí pensando que no lo necesitaba, ya que si lo volviera a encontrar, se los daría enteros. Se los debía. Había limpiado mi parabrisas, que realmente necesitaba ser limpiado, sin nadie pedírselo, y había aceptado de buen agrado no recibir compensación. También es un hecho que el sol me molestaba sobremanera al conducir, brillando con intensidad en cada una de las pequeñas motas de diversas mierdecillas pegadas a la luna, y esta molestia se vio muy subsanada tras la fugaz limpieza. Una persona que había llegado a mi ciudad desde un país lejano, huyendo de la pobreza, que cada mañana se enfrentaba a las miradas ariscas de los conductores en mitad de una calle, esperando encontrar un coche que le permitiera limpiarle el parabrisas a cambio de la voluntad, había limpiado el mío (recordemos, a pesar de mi negativa) el día en que lo tenía especialmente sucio y el sol me impedía ver con seguridad, y yo conducía con prisa y resaca al trabajo. Qué no le debo a ese hombre.  
  No me voy a poner dramático con el qué hubiera pasado si no me la hubiera limpiado, posiblemente nada. Pero en el momento en que pareció no importarle que no le pagara, y aún así me dedicó una sonrisa y suerte para mi familia (segundo y tercer favor gratuito en menos de un minuto), esa limpieza pasó de ser un acto laboral a un acto de bondad a mis ojos. Qué no le debo a ese hombre. Pensé en mis 50€ otra vez. Yo "me los había ganado" trabajando honradamente, es cierto. Pero, ¿por qué mi mañana de trabajo honrado vale 50€ y la suya unas monedas? ¿El lugar en el que nací me hace más merecedor del dinero de mi bolsillo? Lo mínimo que le debía a ese hombre, eran esos 50€.
  
  Entrando ya en Oviedo, ensimismado en estos y otros pensamientos, miraba un semáforo de estos que se ponen en rojo y vuelven a abrir enseguida para que la gente circule por debajo de 50 km/h. Lo miraba con especial atención, tanta que justo cuando iba a pasar por debajo cambió a ámbar fijo y enseguida a rojo, y en lugar de pasar (como tal vez debiera haber hecho por la seguridad del coche de detrás), frené en seco. En el momento creí que era la decisión acertada. Una decisión que no iba a ninguna parte, pero cumplía las normas de circulación. Efectivamente el coche de detrás casi me pega. Al arrancar (suponiendo que había vuelto a abrir el semáforo, ya que al frenar quedé un poco pasado -en parte para evitar esa colisión- y no veía las luces del semáforo), eché la vista atrás por el retrovisor y vi que el coche de detrás tardaba mucho en arrancar. Se había llevado un buen susto. Al llegar al siguiente semáforo, bajé el volumen de la radio, ya que el hueco que había a mi lado iba a ser ocupado por el coche que casi me pega, y suponía que iba a haber discusión. Miré al frente hasta que vi por el rabillo del ojo la ventanilla de al lado bajando. Bajé la mía del copiloto.
- ¿El qué, perdona?
- ¿Qué hiciste ahí arriba chaval? ¡Casi te doy! -el semblante del otro conductor denotaba enfado. Obviamente estaba alterado, él se había llevado el susto mayor. Y yo entendí eso.
- Ya, lo siento. Estaba pendiente del semáforo y al ver que cerraba paré sin pensar, quizás deb...
- ...¡Ese semáforo abre solo hombre! ¡Abre en cuanto pasas! ¿Para qué paraste?
- Ya, ya sé para que está ese semáforo. Tal vez debería haber pasado, lo siento.
- ¡Claro! No te pegué por detrás de milagro, ¿eh? ¡Casi te como, hombre!
- Ya, ya lo sé. Lo siento mucho, disculpe.
En ese momento el conductor sonrió un poco, algo más tranquilo. Levantó la mano en señal de "disculpas aceptadas, no pasa nada", imitando mi gesto de "solicitud de disculpa". No creía todo lo que le dije. Al fin y al cabo yo frené para no pasar un semáforo cerrado, y si me hubiera pegado por detrás, sería culpa suya por no frenar él ni llevar distancia de seguridad. Pero sabía que debía terminar esa discusión de buena forma. Mucha gente se cabrea al volante, porque es muy sencillo cabrearse. No sólo es un coñazo tener un "toque" con alguien, rellenar partes amistosos o llamar a la guardia civil, y etcétera. En el fondo te estas jugando la integridad, y la de los demás. Aunque mucha gente no sea consciente de esto, estresa nuestro subconsciente. Me quedé muy satisfecho viendo cómo había puesto de mi parte para que una discusión con visos de volverse agresiva y malencarada, terminara en palabras amistosas. Estaba de buen humor. El hombre espontáneo había avivado mis ganas de ser mejor persona. ¡Qué no le debía a ese hombre!

  La última de mis reflexiones acerca de este tema en el día de hoy, entronca de nuevo al hombre espontáneo, al que de aquí en adelante llamaré Amador por razones obvias, con un pensamiento tonto que tuve volviendo a casa. Recorría el camino que serpentea por la ladera de la montaña entre acantilados, pasando por Tudela Veguín, para luego escalar entre montes y casas hasta San Estéban de las Cruces y bajar a Oviedo por el cementerio (donde se encuentra el fatídico semáforo de "reduzca a 50"). Este camino lo suelo coger los viernes, en lugar de la carretera nacional, y a pesar de ser más corto, dudo que ahorre gasolina o tiempo, pero ese no es el motivo por el que lo elijo. Simplemente, lo disfruto más. También lo cojo los días que vuelvo con sueño, ya que las curvas me ayudan a mantenerme despierto.
  Conducía, como iba diciendo, por este camino, y al ver un cartel con el nombre de un pueblo tachado, y luego otro con otro nombre distinto sin tachar, me asaltó un pensamiento digno de uno de estos humoristas de medio pelo que plagan twitter hoy en día: ¿A quién pertenece la zona que hay entre el cartel de "Aquí se acaba XXX" y el cartel de "Aquí empieza YYY"? Tierra de nadie, pensé. O tal vez algo como las aguas internacionales. Qué bonito sería pensar que fueran unas tierras internacionales, en las que tal vez no habría yates con furcias y peleas de gallos y monos con cuchillo, ni piratas, sino gente de bien, apátridas que pueblan las fronteras para que dejen de serlo. Tierras en las que no hay ley porque no se necesita, la tierra de los hombres justos, la tierra de todos. Qué bonito sería imaginar esas fronteras valladas que separan países como India y Pakistán, llenas de gente que reparte favores en lugar de alambre de espino, como pequeñas arterias que pretenden llevar un poquito de amor a todo el tejido humano. Qué bonito sería, sí, que un símbolo de desigualdad, separación y odio como es una frontera vallada, fuera llenado con gente de bien, como Amador. Que estuviera repleto de amadores, a modo de compensación. Sin duda alguna, el lugar sin nombre que hay entre señales de pueblos es el lugar que ahora habita Amador. Y esa reflexión me ha hecho escribir esto hoy. Qué no le debo a ese hombre.

martes, 5 de noviembre de 2013

La caja mágica

  El periodismo debe de ser un mundo complicado. Como tantas otras cosas, se ha visto infectado por el afán competitivo de una sociedad que dispone de tantos recursos humanos que han de ser cribados, tamizados en varios intervalos de valía. Y las pequeñas personitas, que en esta alegoría serían los granos de mineral, tratan de aferrarse a la tela del tamiz como sea, queriendo quedarse lo más arriba posible, sea ese su sitio o no. Pero que sea su sitio o no, o que separar por tamaños sea la distinción adecuada, esa es otra historia.

  Vuelvo al periodismo, y me imagino un pequeño pueblo de cien habitantes, en el que cada persona desarrolla una actividad, procurando abastecer a los otros noventa y nueve (y a sí mismo) de una necesidad distinta. Imagino ahora que en ese pueblo hay un periodista. Puede ser más o menos profesional, pero el hecho de ser el único periodista le permite al menos, si éste así lo desea, dedicarse al correcto desempeño de su profesión, que es la transmisión de información. Su deber es procurar que esta información sea relevante y veraz.
  Imagino ahora a un estudiante de periodismo, haciendo un trabajo para la universidad, un trabajo de campo que van a entregar, como él, otros noventa y nueve compañeros (por decir un número). A diferencia del pueblo de antes, los cien miembros de esta clase son todos la misma cosa. El "deber" de cada uno es destacar por encima del resto. Y tal vez al menos, en este caso la criba sea la corrección en las formas por parte del profesor (tal vez). Imagino ahora a este alumno de becario en alguna agencia de noticias, o haciendo prácticas en alguna cadena de televisión. Con otros noventa y nueve becarios en la misma cadena. Cadena que, por su parte, convive con otras nueve cadenas que se dedican a lo mismo que ella. Y esta vez la criba es el público. Es un numerito que aparece en un receptor, que te dice cuánta gente está viendo tus anuncios. Ya sabéis como va.
  Este criterio de criba, el share, baja directamente del vértice de las cadenas y agencias hasta el estudiante de periodismo, y se mantiene en todo su proceso de ascenso. Es por eso que siempre importa más sorprender, impactar, entretener, que informar. El periodismo ya se había convertido en arma política, instrumento de manipulación, propaganda. Ahora esa no es ya ni su forma más importante. Ahora es una llamada de atención, una luz de neón, un vector de mierda directa al estómago. Poco tardarán en aparecer tetas en revistas y periódicos. Incluso en más, quiero decir, por no decir en todos. Es por esto, que los estudiantes de periodismo salen a la calle a hacer una encuesta, con la idea de qué quieren que salga en lugar de qué quieren saber. Es por eso que preguntan a gente sospechosa de ser adecuada para la respuesta buscada, criban respuestas no deseadas, tergiversan las palabras o incluso inventan respuestas de la nada. Y lo peor es que esto no sólo lo hace un estudiante que quiere que le aprueben, lo acaban haciendo la gran mayoría de periodistas que quieren que les paguen un sueldo, y sus zurullos los acaban comprando los directivos que quieren venderlos a cuanta más gente mejor. Y lo peor es que todos estos están obligados de algún modo a hacer lo que hacen. Si alguno intentara hacer otra cosa, no llegaría a ninguna parte. Parece ser que Huxley tenía razón, después de todo. Han conseguido hacer la censura innecesaria atiborrándonos de información superflua, hasta que decidimos que nuestro criterio a la hora de triar la información es la diversión en lugar del conocimiento.

  Pasando de lo general a lo concreto, empezando así por la conclusión para acabar con el origen de mi inspiración, esta mañana he visto cinco minutos de televisión que me han divertido mucho (en ese aspecto, lo han conseguido, aunque no de la forma que ellos pretendían, creo), casi tanto como me han asqueado. El programa (cuyo nombre desconozco) era de AR Quintana. Hablaban en ese momento del famoso caso de Asunta, la niña de origen chino adoptada por una pareja de Santiago de Compostela, hallada muerta. He de reconocer que este caso concreto llamó mi atención en un principio (hace cosa de un par de meses, cuando se produjo), y seguí las noticias en los días posteriores al suceso. Cada nuevo detalle hacía que el caso se pareciera más a una extraña novela negra. Después de que las pruebas señalaran cada vez más hacia la posible culpabilidad de sus padres adoptivos, la policía descubrió a los pocos días un blog en el que Asunta escribía relatos en inglés. En estos relatos, según contaba el periódico en el que leí la noticia, ella y su profesora de inglés de la academia, Elisabeth Paton, eran dos detectives que resolvían casos paranormales, de fantasmas. En uno de ellos, y sólo en uno, se hablaba de dos de los fantasmas cuando aún estaban vivos. Y aunque no se hacía mención directa a la posible relación entre estas personas y Asunta, la policía rápidamente encontró posibles analogías entre éstas y los abuelos de Asunta (fallecidos, casualmente, cosa de un año atrás, precediendo a este blog). Y esto indicaba la posible culpabilidad de Rosario Porto (madre adoptiva y presunta asesina de Asunta) de la muerte, que se creía natural, de sus propios padres. Como veis, la cosa se ponía interesante. Me he explayado un poco con esta historia primero porque la considero interesante, aunque no sea relevante (pero eso es lo que vende ahora, ¿no?), y segundo para que veáis el grado de profundidad que alcanzó la noticia a los pocos días de producirse el suceso.
  Pues hoy, como os decía, periodistas del séquito de AR (voz de mando), afirmaban el gran descubrimiento que habían hecho al localizar en Inglaterra a la compañera de Asunta en sus aventuras en el blog. No era un personaje ficticio como se había creído (¿¿??), ¡sino su profesora de inglés de la academia! Noticia en exclusiva brindada por el extenso trabajo de investigación del gabinete de detectives de Telecinco.
  Mientras yo aguardaba unos segundos con la boca abierta antes de dar otro sorbo al café, para no tener que escupirlo del sabor a asco que tenía en la lengua en ese momento, prosiguieron con otras cosas interesantísimas como el análisis caligráfico de Rosario Porto, para saber (o "confirmar", recordemos que de eso va el periodismo ahora) si estaba efectivamente mal de la cabeza, supongo. AR se dignó en comentar el curiosísimo hecho de que al girar 180º la rúbrica de Rosario, aparecía un número. ¡El 701, nada menos! Qué misterioso todo. ¡Cómo no iba a estar loca! Tal parece que desde que eligió su manera de firmar ya estaba maquinando la adopción y muerte de la pobre niña. O tal vez algo peor que aún no se ha revelado. ¿Quién sabe que significado oculto, y sin duda ominoso, esconde esa cifra?
  Estas últimas reflexiones son mías, no de AR, pero bueno es lo que me han incitado a pensar con su genial periodismo. Qué maravilla de invento la televisión, esa caja mágica que es capaz de transformar cosas vulgares, comunes, irrelevantes, en enormes descubrimientos de interés nacional, incluso aunque ya estuvieran descubiertos de hace tiempo. Creemos, por desgracia, que todo lo que se dice en televisión es cierto, que está revisado una y mil veces, que esa gente es seria aunque se dedique al mundo del espectáculo. Y lo creemos aún más de la prensa escrita, en la que se pueden encontrar a menudo barbaridades, como que David Meca llegó a nado desde la península hasta Mallorca a un ritmo de 10 brazadas por segundo. Pensemos que detrás de estos medios hay gente que trabaja a un ritmo frenético con un objetivo claro por encima del rigor periodístico: sacar el show adelante como sea y en el tiempo requerido, y sobre todo, venderlo.
  En medio de este circo me despido. No sé si he sabido concretar ninguna reflexión clara, pero espero que al menos os haya sugerido algo que os haga divagar por unos minutos en sabe dios qué. Pero ante todo, no cambien de canal.