sábado, 22 de junio de 2013

El día más largo, o cómo el accesorio llegó a ser el objeto.

  Después de 8 horas en el segundo tren más incómodo del norte de España, y otras 3 horas en el primer tren más incómodo del norte de... la península, al fin estábamos allí. Pisando la arena de la Zurriola. Sobre el escenario un hombre anciano al que apenas alcanzaba a oír, seguramente debido a la gran distancia que me separaba de él. No lo conocía de nada, pero definitivamente no era un telonero o un técnico de sonido, ya que no escaseaban las ovaciones a cada canción. "A local hero", debió pensar Bob Dylan, si es que se dignó a ver la actuación tras las bambalinas. "Alguien de cierto prestigio internacional", debió pensar de Bob Dylan, sin mucho ni poco desprecio, una chica que estaba allí, pisando la misma playa que yo, y que había ido a ver a Mikel Laboa.
  Un día mi primo, amigo y maestro, que también pisaba esa playa en ese momento, me dijo que para saber si una mujer valía la pena, le preguntara si sabía quien era Bob Dylan. No es que el viejo Bobby tenga un don especial para hacerse conocer entre las mujeres de alta valía. Se refería a que si pretendía pasar el resto de mi vida, o al menos una larga temporada con esa mujer, cuando ambos volviéramos a casa por las noches, tendríamos que hablar de algo. Y con una chica que no sabía quién era Bob Dylan, poco iba a tener que hablar. Por supuesto, dijo Bob Dylan como podía haber dicho John Lennon, o Mahatma Ghandi. Probablemente él tenga una historia que contar acerca de una chica estúpida que no conocía a Bob Dylan.
  Quiso el destino que me encontrara, años después (cuatro concretamente), con esa chica que había ido a ver a Mikel Laboa -cómo si no iba a saberlo. Esa chica, por supuesto, conocía a Bob Dylan, aunque tal vez no supiera decirte el título de ninguna canción. Curiosamente, nuestras culturas musicales, cinematográficas, y demás gustos y aficiones, apenas se tocaban en contados puntos. Las fondues de queso, las ensaladas de muchos ingredientes muy aliñadas, y poco más. Y sin embargo, nunca me faltó de qué hablar con ella. Ni jamás sentí la necesidad de preguntarle si sabía quién era Bob Dylan. Algunas chicas me han hablado de Séneca, de Orwell, de Lynch, de Pi. Consideré estúpido preguntarles por Dylan. Con otras, me bastó con una mirada, una sonrisa, una lágrima. Probablemente no leas esto, pero por si lo haces: gracias.
  Pisando esa arena también estaba un gran amigo. El mismo que había hecho ese largo viaje conmigo. El mismo que merodeó por las calles de Donosti (o San Sebastián, como la llamaba por aquel entonces) durante 6 largas horas nocturnas sin ayuda de alcohol. La cuenta de las horas se estaba acercando a 24 y los nervios estaban algo crispados. Vimos cosas interesantes durante esa noche, como una pareja de extranjeros bañándose desnudos en la playa de la concha, recomendándonos en inglés no seguir su ejemplo, y luego haciendo cosas más íntimas sobre la arena. Pero la mayor parte de la horas fueron monótonas, sin más ayuda que la conversación. Al despuntar el alba, nos apuramos hacia la estación de autobuses jurando no volver a usar jamás ese horrible tren. Quiso el destino que la distribución de los puntos de información y venta de billetes en esa estación fuera caótica, y que nos resignáramos amargamente a romper nuestro juramento apenas unas horas después de hacerlo. Ya en Bilbao, buscamos la estación de buses con la esperanza de entender algo en ella, y cogimos el primer bus que salía hacia Oviedo. Un supra, por no esperar otros 40 minutos allí perdidos, anhelando el hogar. Nos lo habíamos ganado, qué coño. La cuenta de las horas ya superaba holgadamente las 24. El viaje de vuelta fue paradisíaco, con azafatas agasajándonos con viandas todo el viaje, asientos cómodos, imperceptibles vaivenes, y apenas una parada en Santander.
  Tal vez sea gracioso, o tal vez sea normal, pero recuerdo bien todos estos detalles, incluso con cariño, y apenas recuerdo qué canciones "tocó" Bob Dylan. De la gente que había en esa playa, cuyos nombres conozco, el último en la escala de aprecio es de hecho el propio Bob Dylan (tal vez, porque no conozco el nombre del cantante de Macaco, y sí el de Kira Miró). Supongo que Bob Dylan no puede decir lo mismo de mí, por no conocer mi nombre, pero no creo que su aprecio por mí ni por nadie más de los presentes en esa playa sea mucho más alto. No me lo tengas en cuenta, Bobby. Esa gente que conozco y que estuvo en esa playa, son personas excepcionales. No es que tú no lo seas, es sólo que sólo conozco tu nombre, tus canciones, y poco más.
  El final de la historia no lo recuerdo al detalle. Supongo que porque fue feliz, normal, vulgar. Imagino que llegamos a casa alrededor del mediodía, y dormimos hasta la mañana siguiente. Y a pesar de todas las horas habladas, y de la distancia que nos separa ahora, aún no se me ha acabado la conversación con ese gran amigo que me acompañó. Y que probablemente, tampoco me lea. No obstante, por si acaso, también quisiera darte las gracias por todo.
  Y para acabar, sería injusto sólo agradecer a aquellos que no están leyendo esto. Este blog tiene la gran ventaja de no tener demasiada difusión, por lo que puedo agradecer a todos los que lo leen no sólo el hecho de que lo lean, sino todo lo demás. Todo lo que hacen. Todo lo que son. Y el papel que juegan en mi vida. Tal vez sean personas normales y corrientes para el gran público, porque posiblemente no lleguen a estar sobre un escenario delante de miles de personas. Pero yo sé que no lo son, de todo menos corrientes. Apenas números en algunas estadísticas, y personajes principales en la historia de mi vida, al igual que los presentes en este relato. Probablemente, nadie que reciba este agradecimiento lo desmerezca.

Gracias
 

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