Veo en mi pantalla el inicio de Easy Rider. Dos moteros felices disfrutando de la carretera con una canción macarra, alegre, vital, sonando de fondo, incitando a beberse la vida del trago. Me fijo en el fardo que lleva uno de ellos a la espalda, con la bandera americana. En las gafas de sol, en la chupa de cuero, en el sombrero y bigote del otro. En sus motos. Y me pregunto qué les ha llevado ahí. Han ido comprando esas cosas poco a poco, construyendo su personaje. Invirtiendo en ser un tipo de persona. Me pregunto en qué momento la gente decide ser el tipo de persona que quiere ser. Miro a mi alrededor y veo mi casa vacía, casi. Unos pocos libros, todos muy distintos. Un par de botellas de Jameson vacías. Unos discos de vinilo que ni siquiera son míos. Una lámpara de estrellas destartalada, que ella me regaló. Una mesa desordenada y ropa tirada sobre una silla. ¿En qué momento pude yo querer ser motero? ¿En qué momento pude querer ser nada? Una construcción de mí mismo que observar desde fuera, de la que sentirse orgulloso, que mostrar y restregar por la cara de los viandantes que me cruzo. ¿Es eso lo que llaman ego? ¿Un juguete sexual para el onanismo mental propio, y con suerte ajeno? O acaso nuestro traje nos viene dado en la vía del yo que nos tocó vivir. ¿Y por qué a mí me tocó esta, tan aparentemente ausente de todo interés y profundidad? ¿Y por qué a ella le ha tocado admirar estos trajes, esta repulsiva capa de pintura de exteriores? Porque muestra trabajo, interés en uno mismo, refleja carácter, porque es la flor de lo que llevan dentro, me dice. Porque ella está formándose un ego más extenso, me digo. El de las cosas que hace. El de la historia que escribe con los movimientos de su cuerpo, en lugar de con palabras. De lo bonito que quedaría su personaje en una película kitsch llena de colores psicotrópicos y sucio sexo en sucios baños. La mujer terrible que todo lo devora. La mujer de los mil trajes, trajes de otros que colecciona.
Yo quise ser para ti el hombre de los mil trajes, quise ser todos los hombres. Y sólo soy un niño desnudo. ¿En qué momento dejé la senda de ser motero? ¿En qué momento decidí vender un sentimiento? ¿Vender mil palabras en lugar de una imagen? El refranero nunca se equivoca. Y ahora quiero barniz. Algo que me quite esta peste de encima y sobre lo que poder pintar con pintura de exterior y de colores artificiales, fosforitos, capas gruesas con las que revolcarme en fangos de atrezo, que no sean ni suciedad sincera, siquiera. Suciedad es mi ciudad, y mi reino lo perdí por un caballo.
Ella, una de ellas, me dijo que en otra vida había sido una persona importante, y de un clima cálido. Porque necesitaba tener todo bajo control, y odiaba la lluvia. Y me preguntó qué había sido yo. Y yo que no odio nada y lo amo todo, yo que no me construyo, sino observo y absorbo, entendí que estoy huérfano de pasado, y que soy primera generación. Que me había salido el 667 billones en el ticket de la cola, y me acababa de llegar el turno de bajar a la Tierra desde el reino de las almas. No hay problema, me dije, tan sólo te faltan vidas. Al final llevarás tantas capas de pintura que ni la poli te reconocerá, ni se notarán los abollones del coche. Y entonces empecé, y le dije que en otra vida, había sido Borges.