Una vez que estuve totalmente despierto, el recuerdo de la chica divertida dejó de atormentarme. Más pruebas a favor de su origen onírico, anoté en algún rincón de mi cabeza. Y si fuera real... si fuera real, no me debería ni importar. Hice un repaso a mi vida sentimental pasada, ella no encajaba en ningún sitio. Cierto es que cuando recuerdas el pasado, ningún elemento del futuro tiene cabida en él. Puedes perder el tiempo todo lo que quieras imaginando situaciones que no se darán jamás, como que vuelvas a ser el mismo que fuiste en algún momento. No, jamás. Con todo lo que ello implica. Pero esta recapitulación tuvo una consecuencia nociva inesperada. Al mirar atrás, no veía más que rechazo.
Puedo explicar esto de mil maneras para quedarme más tranquilo, pero por mucho que algo se razone, nunca podrá llegar a domar a una emoción. Por ejemplo; yo era una persona que tenía miedo al cambio, a la pérdida, es por eso que nunca iba a ser yo el que terminara algo, aunque mi situación podría haber llevado a ello en muchas ocasiones. No es que hubiera nada malo en mí, simplemente no era mi papel. Vale, pero seguía rechazado. Ya, también es verdad que antes de que me dejaran, yo había pensado ya en hacerlo algunas veces. Vale, pero no lo hiciste. En el fondo lo termine uno u otro, las cosas casi siempre tienen fecha de caducidad. Las personas se cansan unas de las otras, o incluso se siguen queriendo pero necesitan comenzar nuevas etapas. Ya... pero siempre lo termina el otro, ¿no es cierto? Bueno, venga, no te obsesiones, que tú también has dejado a gente. Tal vez no de forma tan explícita como "estamos saliendo, tenemos algo firme, pero yo quiero terminarlo. Se acaba aquí, no me llores", pero sí dejar de llamar, perder el contacto, pararlo antes de que sea tarde. Esa es tu manera, ¿verdad, mierdecilla? El camino fácil, hay cosas que no empiezas por que no tendrías huevos de acabarlas. De hecho, dime, ¿cuántas cosas has acabado en tu vida? Ya sean relaciones, libros, proyectos personales... Platos de comida y jarras de cerveza, eso sí que se te da bien, ¿verdad?
Estaba divagando otra vez, y el sentimiento de rechazo seguía ahí. No podía evitar sentirme extraño. Algo había en mí que los demás veían cuando se acercaban lo suficiente, que producía rechazo. O bien algo me faltaba, una carencia que notaran. Siempre me he sentido raro, diferente, como si todos los demás supieran algo que yo no sé. Una manera de hablarle a los desconocidos, de caer simpático, desde la cercanía de la igualdad. No como un bufón o como un sumiso. No como un arrogante que parece más seguro de sí de lo que de verdad está. Una cercanía en la que rápidamente uno se siente a gusto, cómodo para ser uno mismo, no una charla ingeniosa cogida con pinzas, en la que temes constantemente que se va a acabar el hilo. Después de esto no se te va a ocurrir otro comentario genial, farsante. Aquí se acaba. Entra dentro a pedir otra copa, antes de que todo el mundo se dé cuenta de lo vacío por dentro que estás.
¿Qué pensarían las personas a las que yo rechacé? ¿Que había algo malo en ellas, también? Claro que lo había, si no llegaron a ningún sitio, es porque no pasaron mi filtro. Y ellas tendrían otros filtros, y tampoco se acordarían de las personas que rechazaron mientras pensaban en por qué dejé de llamarlas. ¿Y mis relaciones largas, había pasado yo su filtro? Supongo que sí. Entonces volvemos a lo mismo, estábamos en igualdad de condiciones, y fueron ellas las que me rechazaron al final. Ellas. Final. Las dos palabras que realmente cuentan.
Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza al ritmo del ruido del agua de la ducha golpeándola. Luego eran escupidos en alguna dirección extraña para dejar paso al siguiente, y se iban por el desagüe arrastrados con el agua, y ya no los podía recordar. Filtros, algo de filtros. No, no, sólo estás evitando el tema del rechazo. Eres un minusválido social, te cuesta relacionarte con la gente, ellos saben algo que tú no, buscan algo que no tienes. En eso estabas. Jódete un poco, no pasa nada, nos pasa a todos. En eso sí eres igual. No, no, otra linea al desagüe, tuviste tu momento, volvamos a los filtros. Ella. Ella, la chica divertida, no pasaba mi filtro. Alégrate al menos por eso. Sabes que la deseaste porque era bonita, porque era llamativa, porque parecía distinta. Porque creíste que sólo tu veías su encanto debajo de toda esa borrachera y ese peinado y esos harapos. Pero sólo querías un revolcón, y hubieras sentido que le hacías un favor. ¿Ves? No está tan mal. Una chica bonita, que te ha llamado la atención como para que soñaras con ella --que dicho de paso, tampoco es que sea un logro hercúleo, sueñas todo tipo de mierda con todo tipo de gente--, y sin embargo no pasa tu filtro. Estás por encima. No hay nada malo en ti, esto es sólo un juego de gente encajando.
Bien, alegría. Sábado por la mañana. Sal de la ducha y come algo para pasar la resaca. Y bebe mucho agua, eso siempre va bien. Ve a ver la tele un rato, descansa. Te lo has ganado, has escapado a la tristeza y al rechazo de ayer muy hábilmente, a pesar de la culpabilidad y automartirio propio de las resacas. Comprobé el móvil, una vez sentado en el sofá. Había algunos mensajes esperando, chistes malos, recuerdos de la noche pasada, propuestas para la noche siguiente, mi madre, que si estaba bien. Qué le hará pensar a esta mujer todo el tiempo que estoy mal. Un mensaje de Presno, mi amigo Presno. Mi alma gemela Presno. Con él nunca me faltaba nada, la carencia desaparecía. Nada de lo que decía estaba fuera de lugar. Veamos, ¿qué coño querrá ahora?
Tenía problemas con su chica. Otra vez. Y yo le decía, otra vez, que tenía que ser comprensivo, que tenía que ser transigente. Quererla así, ceder siempre él. Hay veces que las mujeres no necesitan justificaciones, explicaciones racionales, sino sólo comprensión. De hecho, rara vez necesitaban algo racional. Ellas tenían su razón propia (cada una la suya, tal vez), y no había por qué entrar ahí a cambiarla y a dejar los planos lisos y los ángulos rectos. Había que amar su arquitectura tal y como era. Qué fácil era dar los consejos desde fuera. A mí estas cosas no me pasaban, no había tenido ese tipo de problemas con las mujeres, porque ese tipo de locas no pasaban mi filtro. Por lo que yo recordaba, siempre había conseguido llegar a acuerdos con mis parejas. Exacto, no debía preocuparme, porque yo era un tipo estable y seguro, y chicas como la chica divertida, o la novia de Presno, no llegarían a nada serio. Me cansaría antes, dejaría de llamarlas, haría bomba de humo. Y entonces Presno me decía que ya había intentado todo eso, que ya había sido amable, ya le había jurado amor eterno. Que la había intentado comprender. Cómo pude haber dudado de ello, otra vez. Yo jugaba con la calma de la perspectiva, podía ver la situación con claridad, sin la cortina sentimental de por medio. Pero él era hábil de sobra, todo lo que yo le decía, lo sabía. Aunque eso no quiere decir que no ayudara oírlo. Qué más podía decir, estas cosas pasan, a veces necesitan atención, tienen dudas, esta claro que ella te quiere. Capea el temporal y espera a la calma, supongo que es una situación con la que tendrás que convivir mientras dure.
Cuando salí de casa, ya me sentía un poco mejor. Como si pudiera tener la tranquilidad de abrirme al mundo, exponerme, y confiar en que mi filtro inconsciente me alejara de todos los males y peligros, y demás quebraderos de cabeza. Mi vida sentimental hasta ahora había sido poco ajetreada. Pocas discusiones, pocos celos, pocos cuernos. Y mucha comunicación, o eso creía. Así que me decía; vamos niño, eres joven, eres fuerte, eres bueno, aquí todos dudan de sí mismos y se apuñalarían entre ellos por un pequeña oportunidad de rozar lo que realmente quieren. Y tú tienes una gran fortaleza, que no quieres nada. ¡Qué afortunado que eres y que has sido siempre! Si en el fondo nunca perdiste nada que quisieras tuyo para siempre. Sí perdiste con pena, eso es inevitable. Pero, ¿cambiarías todo lo que tienes por algo de lo que perdiste? Claro que no. Regocíjate pues, y lucha por lo que está por venir, lo que has de tener.
He de hablaros ahora de la estabilidad, de la facilidad. De mi vida en aquel entonces. Tenía un trabajo que no quería tener ni dejar. Mis conocidos me decían ¡afortunado tú!, y yo pensaba, sí, claro que soy afortunado, pero no por tener trabajo, quienseas. Pero podía entenderlo, la gente parecía querer trabajo a toda costa, como primera meta en la vida. Porque yo sabía que no todos lo decían por necesidad, se decía porque era lo que había que decir. Había poco trabajo y gente que pasaba hambre, o eso repetían la tele y los periódicos, incansables. Lo políticamente correcto era afirmar que era una suerte, un tesoro, tener trabajo en estos días. Veías a pobres señores mayores en la tele, en alguna manifestación, protestando porque habían perdido el trabajo que llevaban haciendo veintitantos años. Y probablemente, el único que sabían hacer. Le gritaban a la cámara, ¡queremos un trabajo! ¡Queremos trabajar!. Y yo los veía, pantalla de por medio, y no es que no me compadeciera, pero pensaba de ellos que eran unos hipócritas. O unos imbéciles. Yo, lo que quería, era dinero. Mientras no me lo fueran a dar por lo que hacía a diario fuera del trabajo (es decir, a regalar), tendría que vender parte de mi tiempo, mi adorado tiempo, a cambio de valioso y preciado dinero. En mi época de joven idealista, me hubiera odiado por ello. Estaba convencido incluso de la necesidad de su abolición para que el ser humano dejase de ser avaro. Qué equivocado estaba. La avaricia era un problema. Tal vez una adaptación evolutiva, pero una que no me gustaba. Pero el dinero no era un problema, era un gran invento. Una unidad métrica. ¿Qué medía? Todo, maldita sea. Cómo va a ser mal invento. Lo necesitas para vivir, o al menos para no vivir como un salvaje. Eso quería yo, eso querían todos; dinero. Querer dinero es como quererlo todo. Todo lo que puede pagar, y todo lo que atrae, que abarca todo lo que hay desde la ionosfera hacia dentro. E, incluso, algunas parcelas de la Luna, pero eso son sólo chorradas.
Yo no era ningún materialista. El dinero no era mi máxima prioridad. Nunca me había faltado ni me faltaría, al menos al medio plazo. Pero al fin y al cabo, lo poco que cobraba me acercaba a cosas que quería y disfrutaba. Por eso no podía dejar mi trabajo, era difícil renunciar a ello. Aunque viera como mi futuro se desdibujaba a cada mes que pasaba en aquel agujero, escondido. No pasa nada, me decía, pronto habrá algún cambio, o tal vez empieces algo en paralelo, algún proyecto personal con el que sin duda te harás rico. Y ese momento nunca llegaba. Hasta ahí la estabilidad.
Mis amigos, o las personas cercanas, aquellas que me conocían más que los simples conocidos, me decían que a ver cuando lo dejaba, que merecía algo mucho mejor, que no era mi sitio. Y tenían razón, tal vez. Al menos hasta donde uno puede prever, y basándose en lo que la sociedad espera de ti, lo que considera el éxito, ese no era mi sitio. Pero ellos no entendían que todo lo que había tenido en la vida, lo había conseguido sin mover un dedo. Bueno, claro que había movido dedos, y demás articulaciones y apéndices. Pero para mí, yo había caminado distraído a la deriva por la vida, y había ido chocando con sorpresa contra troncos de árboles que hace cinco segundos hubiera jurado no estaban ahí. Y a veces, cogía una fruta de ellos, y a veces no, tal vez porque no tenían. Pero siempre acababa igual, bordeaba el árbol y seguía mi camino sin camino. Siempre he dicho que las metas hacen camino, que ayudan a andar, y que lo importante es andar, el camino, no tanto la meta. Y creo que nunca he tenido ninguna. Ni, claro está, camino. Pero he andado sin más, y no se está tan mal. Hasta ahí, la facilidad.
Fin del camino. Basta de divagaciones. Había llegado a la puerta del Botero. No sabía qué me esperaba dentro, pero sí que alguien me esperaba. No quién, pero si de dónde. De allí. De la religión del Sagrado Pilar. Abrí una puerta y allí estaba Axel, detrás de uno de los ventanucos de la segunda puerta. No me dedicó más de un segundo de mirada, ni siquiera unas décimas más de complicidad, se giró enseguida hacia los estantes por su derecha. Y yo sabía por qué. Abrí otra puerta, y allí estaba el bar. El Pilar. Rostros levemente conocidos, que seguramente lo serían más con el paso del tiempo, rostros más conocidos tal vez detrás del Pilar, en el rincón encantado. Allí estaban, sí. Abrazos, besos, palmadas. Me giro hacia Axel y sostiene un vaso, ya sabéis, uno de esos míticos vasos rectos y bajos, como de whisky. No sé si sabéis, pero el sí sabía. Claro que sabía. Era una asignatura troncal para los caballeros moteros de la sagrada orden de los barmen. Pero resulta que Axel no era motero, ni barman. Caballero sí, por supuesto. Era un tipo que había sido comercial, había vendido y ganado a espuertas, había exprimido la vida y luego, en las vacas flacas, había montado un bar, porque claro que debía montar un bar. Y aunque no me lo dijo, supe notar que no había montado un bar para que vinieran los coleguitas, para ganar pasta, para el puro estatus de tener un bar. Se había embarcado en un proyecto, y quería cuidar hasta el más mínimo detalle y hacerlo bien, lo mejor que podía. Claro que el proyecto no era una fábrica de cajas de cartón, era algo que molaba más. Eso ayudaba. Pero hay una diferencia entre la pasta fácil y rápida, y hacer las cosas bien. Y sabía perfectamente en qué lado de la línea estaba Axel. Lo cual me reconfortaba. Porque rodearnos de gente auténtica siempre reconforta, todos tenemos un poco de vampiros psíquicos.
Lo más bello de todo esto, es que cuanto más conocía a Axel, a Carla, o a quien estuviera ahí puesta, más normales parecían. Más cercanos. En su día me parecieron sacados de una película, pero una vez sacados y que estaban fuera, eran gente normal. Ninguna sorpresa ahí, supongo. Pero lo bello de esto, como decía, es que así ganaban encanto, en lugar de perderlo. Lo cierto es que llegué a conocer a Carla bastante de cerca, tal y como había imaginado muchas veces. En un marco no tan romántico como el imaginado el primer día, y más parecido a los siguientes, pero no carente de encanto. Nos sonreíamos demasiado como para que no acabara pasando nada, y yo pensaba en qué manera podía empezar el juego. Ofreciéndole sitio para dormir, tal vez. Ella era de otra ciudad. Cuando salía de trabajar, se iba a coger el primer bus de la mañana, o bien se quedaba en casa de un amigo o amiga. Era sencillo, sólo había que decirle si tomaba algo después de cerrar, y ya se vería luego, o si ponía alguna traba por motivo de su vuelta a casa, ofrecerle posada. Muy sencillo, sobre el papel. Y creía contar con el favor de que estaría dispuesta a decirme sí, por ser yo. Y por algún motivo, nunca se daba tal situación. Tal vez me iba antes del cierre, tal vez no surgía el momento de hablar tranquilos, tal vez no veía ocasión porque me faltaban cojones. Entonces apareció un árbol en mitad de la noche, un árbol que hubiera jurado no estaba ahí hace cinco segundos, tal vez por lo oscuro que estaba. Y estaba cargado de fruta hasta las puntas de las ramas. De hecho, alguna ya se desprendió por el solo hecho de chocar contra él.
Carla jugaba a un juego en su móvil en los ratos muertos, y desde una esquina de la barra reconocí la pantalla. Yo jugaba al mismo juego, y todo sea dicho, era muy bueno. Me guiñé un ojo a mi mismo. Nexo de unión y alarde de pavo en la misma jugada. La llamé.
--¡Ey! ¿Qué estas, jugando al Trivial, no?.
--Síii, ¿por? --siempre con la mejor de sus sonrisas, con su boca enorme que le llegaba casi hasta las orejas.
--Yo también lo tengo, ¿quieres que te pase mi usuario y me añades?
La sonrisa se ensanchó mucho más, si cabe, la mirada se clavó en mis ojos, la cabeza se bajó ligeramente, me oteaba atenta y a la vez me decía con su gesto pícaro que sabía a qué juego estaba jugando, y no era el trivial. Sí, espera, y se fue a por un papelito y un boli. Y yo le escribí mi nombre de usuario. Y luego se lo acerqué envuelto en un pequeño rollo.
--Te advierto que soy asquerosamente bueno --y le ofrecí el papelito.
Me alejé y me senté a observar y esperar. Se fue a un rincón de la barra, lo abrió con esmero, y al leer lo que ponía, se le borró la sonrisa. Me miró de refilón, aguantó un segundo, y con un resoplido suave se puso en movimiento de nuevo, a recoger botellas vacías y servirlas llenas. Llevaba cara de decepción. Eso me contrarió un poco, pero estaba bastante bebido como para no reaccionar en el momento. Ni que me importara tanto. Pero sí, me importaba. Pensaba en ello más de lo que dejaba ver, lanzando dardos y dando sorbos y mirando al infinito sonriente y despreocupado.
--Te advierto que soy asquerosamente bueno --y le ofrecí el papelito.
Me alejé y me senté a observar y esperar. Se fue a un rincón de la barra, lo abrió con esmero, y al leer lo que ponía, se le borró la sonrisa. Me miró de refilón, aguantó un segundo, y con un resoplido suave se puso en movimiento de nuevo, a recoger botellas vacías y servirlas llenas. Llevaba cara de decepción. Eso me contrarió un poco, pero estaba bastante bebido como para no reaccionar en el momento. Ni que me importara tanto. Pero sí, me importaba. Pensaba en ello más de lo que dejaba ver, lanzando dardos y dando sorbos y mirando al infinito sonriente y despreocupado.
Cuando fui a la barra, a cambiar mi vaso vacío por uno lleno, ella me puso en una mano un vaso lleno y en la otra un rollo de papel. El rollo de papel que yo le había dado. Lo miré, la miré. Sonreía. Sonreí. Desenrollé el papel allí mismo, delante de ella. Había un número de teléfono. Me sentí un poco tonto, comprendí que eso era lo que ella había esperado. Pero no tanto, nunca se lo había prometido, el contacto estaba hecho, y no hacía falta ser demasiado obvio. Pero sí, ella tenía razón. Yo era un gran fan de la obviedad. La obviedad era una gran aliada de la facilidad. Así que tal vez ella tenía razón, y yo era el tonto. Pero no pensaba seguir siéndolo. Subí la mirada del número a ella, y mantuve la sonrisa. Le pregunté si tomaba algo después de cerrar. Me dijo sí. Las palabras viajaban por el aire, pero hablaban las sonrisas. Estaba todo dicho. Estaba tan sedado de alegría y facilidad, que apenas era consciente del show que estaba montando Vile en el bar. Se había pasado bebiendo, había tonteado con un antiguo ligue que estaba en el bar, se echó medio atrás porque ella estaba muy colgada, de alcohol, según parecía. Sus amigos la metieron en el baño, creo que para drogarse con algo que la despertara. A Vile eso le crispó los nervios, los llamó basura, no por las drogas, sino por el pobre trato que le estaban dando a su amiga, en lugar de llevarla afuera a tomar el aire, o yo qué sé, a casa. Casi tuvimos que separarlo entre Don y yo, pero salió Axel de la barra, porque ese era su bar, sus normas. La presencia de Axel tuvo un efecto muy tranquilizante sobre Vile. De repente era consciente de dónde estaba, de lo correcto, de los modales. Levantó las palmas de las manos, con los ojos muy abiertos, extremadamente abiertos, y mirando al suelo, a los lados, a Axel, y se le cerraban un poco con respeto. Luego se le abrían enseguida, porque ahora el que estaba empezando a estar como una cuba, era él. No los abría por locura o cabreo, estaba intentando ver algo, algo un poco menos borroso y doble.
Los amigos de la chica fueron a meterla en un taxi, y ella, sentada ya en el asiento, abrió la puerta en marcha y se bajó, y salió corriendo dirección al bar, de nuevo. Porque parece ser que ya se encontraba un poco mejor, y no había motivo para irse a casa, y no iba a dejar escapar a Vile. ¡Qué tía! Era de esas que no pasarían mi filtro, me dije. Una noche sí, dos tal vez. Pero una de esas noches yo le diría, lo siento, estás demasiado loca, joder. Pero las palabras exactas serían, más probablemente; bueno, ya te llamo, si eso. Ya nos vemos. Soy un espíritu libre, no quiero nada serio. Vernos sí, esta bien, pero nada serio. Soy un gilipollas, cuenta con ello. Hoy no me viene bien, ya te llamo yo otro día. Pero no silencio, no era de los que dejaban a la gente con la palabra en la boca.
Pero al final, Vile se le escapó. Llegó al bar, fue a hablar con él. Él levanto la vista y la vio apenas. La cabeza se le volvió a caer en el pecho, masculló un "lo siento" que sólo escuchó el botón de su camisa, y luego Don le alzó por las axilas y se colgó su brazo del cuello, y se lo llevó de allí. Me palmeó el hombro antes de irse, oye, que este tío está muy mal, que se lo llevaba a casa. Yo, feliz, ignorante, mal amigo, agarraba la barra con la ilusión del niño que era. Esperaba a Carla, esperaba al cierre. Melune, la chica loca que estaba dejando escapar a Vile, me vino a llorar al hombro, y yo la consolaba. Que si le gustas, pero estaba muy mal, ¿no ves cómo se preocupó por ti? No, que coño ibas a ver, si estabas más ciega que él ahora. Y ella, con aquellos ojos, ebrios pero menos, vidriosos, me dice que ella sólo quiere que alguien la folle, que si es tan difícil. Y yo le digo que no, que qué va a ser difícil, que habría muchos que querrían. Y ella ladea la cabeza, sólo un poco. Y amaga una sonrisa, sólo en una de las comisuras. Y me sigue mirando con sus ojos vidriosos.
--Oye, Melune, que Vile es mi amigo.
--Bueno, y qué, él no quiso, ¿no? --y hacía pequeños gestos extraños, apretaba ligeramente los labios, alzaba las cejas entrecerrando los ojos, movía la cabeza como negando algo que nadie había dicho. Un quiero y no puedo de cara mimosa, bastante impedido por sus aires borrachos, que era lo único que yo veía. --Se fue... Me dejó vendida... Si él no quiere...
--No, mira... No. Lo siento, chica, pero te acabas de comer los morros con mi colega, joer, y bueno, aparte, quedé con la camarera luego para tomar algo.
--Vamos, que tú tampoco quieres follarme.
Alejé un poco la cara de la suya, y la miré con una mezcla de compasión y reprobación.
--Oye... --dije, y mantuve la mirada y el gesto, esperando que ella se diera cuenta de lo obvio y dijera "está bien", o algo por el estilo, que se diera por vencida. Pero no, claro que no, ni yo debería haber sido razonable con ella. Continuó con sus muecas de niña estimulada y deseable.
--Pues no, mira, no quiero.
Alzó un poco más las cejas, abriendo esta vez bien los ojos en lugar de cerrarlos. Tenía una mirada como de desprecio, de enfado. Pero yo conocía bien la sensación que había por dentro. Rechazo. No sentaba bien, aunque lo estuvieras esperando, aunque te hubieras dicho a ti mismo segundos antes que no importaba. Siempre había algo de vergüenza, algo incómodo que hacía que te temblaran la voz y las propias palabras. Las dejabas a medias, olvidabas las consonantes, hablabas a fin de cuentas como un lelo. Por eso ella se quedó callada e hizo como que me odiaba. Como si fuera culpa mía, y estuviera faltando a mi sagrada obligación como hombre para con las mujeres. Sentí sus ganas de llamarme maricón, impotente, todas esas chorradas.
Le puse una mano en el hombro, unas palmaditas, la animé a tomarse algo por ahí, la noche es joven, aunque no lo fuese. Esperaba irme yo solo con Carla al cierre, pero vino Melune. Y con ella venía también una negatividad que lo enturbiaba todo. La gente de la calle, a esas horas, no es que ayudara a hacer el cuadro más agradable. Todo eran rostros o demasiado borrachos, o insultantemente sobrios, o eso me parecía a mí. Tal vez fuera yo. Acabamos en uno de esos bares de mala muerte que no cierran nunca. Carla se encontró con unos amigos, fue a saludarlos, y Melune aprovechó el rato para hablarme cada vez más cerca. Nuestros labios casi se rozaban. Entonces la paré y le dije que iba a hablar con Carla. Porque esa noche no estaba siendo lo que yo esperaba, esperaba un típico cortejo, algo tedioso, como todos, pero tal vez estimulante. Algo de intimidad entre toda la perdición. Y la ausencia de Carla me hacía sentirme celoso, sin saber por qué. Los celos eran una sensación a la que no estaba muy acostumbrado, y menos por una chica que apenas conocía. Por un momento tomé la decisión de que si Carla no estaba dispuesta a acabar la noche conmigo, tal vez me iría con Melune. Este tipo de decisión que tomas a horas y en estados en los que no deberías decidir sobre nada, en la que sólo te importa pasar la noche al cobijo de otro, por sucio que te pueda llegar a hacer sentir.
Pero Carla, para mi sorpresa, al preguntarle por sus planes para el final de la noche, me preguntó si vivía solo. Por aquel entonces vivía con mi madre, pero no estaba en casa, y eso le dije. Ella vivía en otra ciudad, y dependía del albergue de algún conocido que le diera posada, como ya he dicho. Entonces me preguntó si me parecía bien que durmiera conmigo, pero sólo dormir. Yo tuve que esforzarme en evitar una carcajada que acabó en sonrisa disimulada, porque me daba la impresión de que eso me hubiera tocado a mí decirlo. Me regocijaba en la facilidad de esa noche. Le dije que sí, que claro.
Tocaba decirle a Melune que me iba con Carla a casa. Su cara no mejoró mucho con la noticia. No se decidía entre ir a la estación de bus o llamar a una amiga para quedarse en su casa. Serían las ocho de la mañana, o cerca. No era buena hora para llamar a nadie, y menos para pedirle hospedaje. Montamos en un taxi, y allí sobre la marcha decidió que no, que no íbamos a la estación, que llamaría a su amiga. La conversación que mantuvo con ella no fue demasiado cómoda para nadie, pero finalmente la dejamos en un portal, no muy lejos del mío, y Carla y yo continuamos en el taxi. Una vez en mi casa, en el dormitorio de mi hermana (cuya cama era mayor que la mía), me pidió ropa de pijama, y cuando se la di decidió que no, que mejor dormir vestida con su ropa de calle. Parecía decidida a cumplir su palabra de dormir, dormir.
Pero como dijo el sabio, un hombre en la cama es un hombre en la cama. Ella me dio la espalda, y yo le puse la mano sobre su brazo. Al minuto, el brazo cerró un pequeño cerco y la abrazaba. Luego la acariciaba muy levemente, y mi otra mano ayudaba acariciándole la espalda. Esos fueron todos mis avances, ni siquiera me adentré en zonas prohibidas. Pero entonces ella echó una mano atrás, sin mirarme. Y sí se adentró en zona prohibida. Volví entonces a regocijarme en la facilidad. Era como si toda la historia me estuviera haciendo más ilusión que la propia situación que estaba viviendo y que iba a vivir. Parecía un plan perfectamente trazado por mentes ajenas, con inocentes chicas como peones, para hacerme marioneta. La noche apenas me había dejado elección. Las caricias se volvieron cada vez más explícitas hasta que comencé a desnudarla, se giró, nos besamos. Hicimos el amor durante un tiempo. No era nada parecido a las fantasías que había tenido con ella, nunca lo es.
Cuando acabamos me dijo que no le gustaba empezar así, tan rápido, con los chicos. Yo supongo que le dije que no pasaba nada, si a los dos nos apetecía, y etcétera.
Dormimos, nos levantamos, desayunamos algo, aunque era pasada la hora de comer. La acompañaba a la puerta, y entonces me ofrecí a llevarla a la estación. Una vez en el coche, de camino, me ofrecí a llevarla a su ciudad. Ella sonreía encantada. Una vez allí, ella me ofreció ir a tomar y picar algo por ahí, a algún sitio, y yo dije sí. Era como si no quisiera separarme nunca de ella. Estaba confuso conmigo mismo. Siempre suelo ser muy atento con las chicas con las que paso la noche, o casi siempre. Pero esa insistencia, ese alargarlo tanto, no era propio de mí. Sabía que había que dejar un tiempo de respiro para que las cosas funcionasen. Y ni siquiera estaba seguro de querer que aquello funcionase demasiado, tan sólo algo cordial, algo que podría llegar a repetirse tal vez cuando a los dos nos apeteciera. Pero desde luego, estaba pareciendo lo contrario. Parecía que fuera a pedirle matrimonio antes de que acabáramos lo que habíamos pedido para comer. Y ella parecía sonriente y entretenida, así que yo me dejaba llevar. No pasa nada, si en algún momento te sientes atrapado en algo demasiado serio, ya la dejarás de llamar, cobarde de mierda.
Entonces, hablando de la noche que habíamos pasado, de lo que nos gustó y lo que no, de lo que nos gustaba y lo que no, ella dijo las palabras malditas. Bueno, para la próxima vez. Y yo dije sí. En ese momento me asusté un poco, no porque pensara que me estaba comprometiendo demasiado, sino porque supe que no volvería a ocurrir. Nunca se habla del siguiente polvo después del primero. Si se da por hecho, no lo será. Me decía a mí mismo que no, que eran chorradas, que era todo lo contrario, una buena señal. La prueba de que ella querría repetir. Pero en el fondo, lo sabía. No volvería a dormir con ella. Tal vez, no la volvería a ver. Eso era una estupidez, sabía que la podría ver siempre que quisiera en el bar, pero no me podía librar de esa sensación irracional.
Cuando acabamos, la acerqué a casa, nos dimos un cálido beso en los labios, le dije lo bien que lo había pasado, sonrió y se fue. No sabía muy bien como sentirme. De pronto la tenía entre ceja y ceja. Llegué a casa y le escribí. Y al día siguiente. Y al siguiente. Hablamos para vernos en otro momento. En una ocasión me dijo si estaría disponible para la hora de comer, y yo me las apañe para salir antes del trabajo. Y una vez que lo había conseguido, me dijo que lo sentía, que tuvo que hacer otros recados, y que al final no podía. Y entonces volvían esas palabras a zumbarme detrás del oído, la próxima vez. Me decía otra vez que eran chorradas, que ella estaba claramente interesada. Pero ahí seguía el runrún, y me obsesionaba cada vez más. No me reconocía a mi mismo, la facilidad se esfumaba y de pronto una chica me quitaba el sueño, como si tuviera catorce años otra vez. Y cuando al fin conseguí quedar con ella, en su ciudad, fue aún peor. Constantemente la notaba forzada, como obligada a estar allí, conmigo. Simplemente por cumplir. Y yo sabía que el hecho de pensar estas cosas, fueran reales o no, me hacían comportarme como un inseguro paranoico, y eso sí que lo olería ella. Eso haría que de verdad empezara a sentirse incómoda, si no lo había hecho ya el acoso telefónico de mensajes, que tal vez no fuera tal. Pero en ese momento, con la mirada perdida en la comisura de su sonrisa forzada, todo me parecía verdad, y yo un imbécil.
Fuimos a cenar, y se me pasó la hora de mi bus de vuelta. Ella me preguntó si quería dormir con ella esa noche, y sonó como algo solemne, no como un favor de acogida. Entendí que el mensaje era que esa próxima vez sí que iba a llegar. Le dije que sí, llamó a una amiga suya y me preguntó si me importaba que se nos uniera. Entendí que iba a ser nuestra anfitriona para dormir, y ella me lo confirmó. Y obviamente no me importó. Yo había perdido el bus, de manera que decidimos que lo mejor que se podía hacer era ir a tomar algo los tres juntos e irnos conociendo mejor. Respondí a todos los mensajes de amigos que me preguntaban qué tal la cita y si saldría esa noche, que pasaría la noche fuera. Algunos lo tomaron como una buena señal, respondieron con caritas con guiños, lo que me hizo estar aún más inseguro, ya que yo seguía respirando rareza.
Al principio todo fue bien. Cenamos con vino, tomamos unas cañas, luego unas sidras, luego unas copas. Nos caímos bien. Pero mi impresión es que en cierto momento, yo comencé a parecerles el imbécil inseguro que por dentro me sentía. Eso, o quizá una tontería tan grande como que uno de los chicos que Carla saludó y con el que se paró a hablar, tal vez le gustó más que yo, o tal vez era un antiguo ligue. No tengo ni idea de que pasó esa noche, pero el hecho es que se fueron a mear a algún bar cercano, porque según dijeron ellas, en el que estábamos los baños eran asquerosos, y tardaron casi media hora en volver, o eso me pareció. En mi espera, mientras me descorazonaba completamente, unos chicos se pusieron a hablar en inglés con una mujer rubia delante de mí. Y yo, con mi soledad, con mi derrota, con mi buen inglés, no pude resistir la tentación. Tal vez por sentir una pequeña victoria en esa noche, mientras imaginaba a las otras dos zorras hablando sabe dios el qué de mí. Y en el momento justo, realicé mi pequeña aportación a la conversación. Mi acento neutro pero refinado destacó sobre la macarronería de los otros dos chicos. La mujer se giró hacia mí con un brillo en los ojos y una sonrisa de sorpresa. Hablamos un rato corto los cuatro acerca de cualquier nimiedad, hasta que la mujer rubia, bastante bonita, se fue acercando cada vez más a mí, y me felicitó por mi inglés. Era irlandesa, y profesora de inglés. Lo de profesora no me sorprendió, es lo que son un 99% de los angloparlantes que viven en pequeñas ciudades del extranjero. Se llamaba Beth.
Hablamos un rato embelesados el uno con el otro, haciendo obvio que nos gustábamos, pero como sabiendo ambos que no nos volveríamos a ver, aunque nos diéramos los números. Yo me sentía mucho menos inseguro hablando con ella, y para mis adentros deseaba que volviera Carla en ese momento y me viera con ella, siendo un ser de luz, de valor incalculable, siendo adorado por una mujer hecha y derecha, ¡y extranjera! Y no recuerdo si lo vieron, la verdad. Así que supongo que de ser así, se la sudó bastante a las dos, o hicieron como si tal.
Al volver con ellas, el ambiente estaba claramente enrarecido. Las frases eran cortas, los encuentros fugaces. Me acerqué a Carla y me dijo que su amiga quería irse a casa. Creí que era un signo para un final de noche feliz, pero nada más lejos. Supongo que quería echarme. Me acerqué a su amiga, le dije que si se quería ir a casa. Para mí era la oportunidad de irnos los tres juntos, dormir en la misma casa, vivir y dormir felices. Parece ser que no, que para Carla era, efectivamente, la excusa para echarme. Su amiga se indignó. Pareció como si quisiera echarla yo a ella, como si le estuviera ofreciendo amablemente que se fuera y nos dejara solos, y saltó a la defensiva por su amiga. Pero aquella historia no la había inventado yo, aunque a esas alturas daba igual. Me resultaba cansino ponerme a explicar el malentendido. Lo intenté por unos instantes, bajo su mirada de desaprobación, casi asco, y pronto desistí. A día de hoy sigo sin saber hasta qué punto era cosa mía o de ellas, pero lo cierto es que se alegraron cuando dije que iba a irme a casa en taxi. Desde otra puta ciudad. Se había entendido, o eso creía, que iba a dormir en casa de su amiga. Y hubiera sido el gesto más elegante darme cobijo, aunque fuera en una cama para uno, en la punta de la casa más alejada de donde durmiera Carla, o en una maldita bañera llena con dos míseros cojines y una manta. Pero no, me dejaron ir así. Hasta se ofrecieron a llamar ellas al taxi cuando me alejaba de allí a buscar una parada, como si no estuvieran seguras de que me fuera a ir, como si tuvieran miedo de que me quedara, y las siguiera a casa o algo peor. ¿Tan loco parecía? De verdad, no pararon hasta que me vieron sacar el puto móvil del bolsillo para llamar, y aún así parecían querer ir tras de mí para asegurarse de que al otro lado de la línea aparecía la voz de un taxista, y no estaba simplemente simulando. La verdad, cuando una persona es de súbito excesivamente amable contigo para ayudarte a que te vayas, uno se siente más ofendido que cuanto te echan a insultos.
Así me fui de allí, en un maldito taxi que me cobró más de la cuenta, que ya hubiera sido extensa. Y me faltaba el ánimo para ponerme a discutir con él, así que le pagué, me despedí amablemente y salí del coche. Y no volví a ver a Carla después de eso hasta muchísimo después, cuando obviamente ya me importaba una mierda. Ni siquiera en el bar, de donde se ausentó por encontrarse enferma ciertos días, hasta que finalmente dejó el trabajo. No fue por mí, quiero creer que ninguna de las dos cosas. Hubo ciertos días en los que yo, por un motivo o por otro, no fui, y ella sí trabajaba. Incluso me escribió para preguntarme si no iba a ir. Fue algo bastante casual lo de no vernos más, lo que lo hace más misterioso aún.
Los días siguientes me dieron mucho en que pensar. Realmente sentía que Carla no me importaba tanto, pero no podía evitar escribirle de vez en cuando, para intentar aclarar o mejorar la situación, aunque fuera desde la simple amistad. Pero cada intento parecía una cansina insistencia más, hasta que me rendí. Le escribí antes de que se fuera todo el verano a tocar la viola a un crucero, para tomar una triste caña de despedida, casi por cortesía. Obviamente me dijo que sí, que claro, que ya quedaríamos un día. Y obviamente no volví a saber de ella.
Las posiciones de poder en las parejas, y en las relaciones humanas en general, son muy difíciles de invertir. Es como entrar a un manicomio por error, es jodidamente difícil demostrar que uno está cuerdo. Para mí Carla, a muchos niveles, era una chica cualquiera, casi hasta mediocre. Yo sabía que había mil cosas de las que ella no podría hablar conmigo, ni con nadie, en parte porque la mayoría de sus amigotes serían tan tontitos y simplones como ella. Bueno, esto sólo lo pensaba cuando estaba cabreado. Pero sí sabía con certeza que había muchos campos en los que yo brillaba mucho más que ella. Esos campos podían interesarle o no, pero ni siquiera importaba, porque yo jamás sería capaz de demostrárselo. En cuanto pones un pie en la inseguridad, anula la mayoría de tus capacidades, y de esta forma se retroalimenta vorazmente. Ya está. Era el momento de dejarla ir. Jamás sería capaz de mirarla otra vez desde una altura igual. Vería en sus ojos su pequeña victoria, aquella vez que me hizo quedar como un imbécil y me despreció como a una mierda. Y ni siquiera podría despreciarla yo a ella, sería visto como patético despecho, y me humillaría aún más. Estas cosas acaban así.
El día antes de que se marchara a su crucero, yo miraba el móvil como distraído. Tocaba su nombre en la pantalla, miraba su foto, su última conexión. La odiaba, con rabia. Sabía que ya era tarde, que no me escribiría. Lo sabía desde el primer momento, claro, pero ese era el día en que me regodeaba en ello, me revolvía en el fango. Era el día para odiar. Para sorprenderme a mí mismo comportándome como un adolescente, después de tanto tiempo. Pasaban las horas de la madrugada y su última conexión ya no cambiaba. Al día siguiente madrugaría, supuse. Reprimí con gran esfuerzo la tentación de escribirle algo, un "que lo pases bien en tu viaje :)", lleno de rencor, rencor nada velado, con ese mensaje anterior suyo que decía "claro, ya quedaremos" de hacía unos días para atestiguarlo. Resultaba tan obvio... Me aliviaría tanto durante unos segundos... Y después me avergonzaría enormemente. Me aferré a esa sensación para mantener mis manos quietas. Sostenía el móvil impasible, metido en la cama, los ojos en la pantalla, dejando que los minutos pasaran a lo tonto. Lo dejé a un lado con desdén. Miré al techo. Me puse de lado, miré a la almohada. Nada raro. Cerré los ojos, y allí estaba. La chica desconocida. La bailarina de puñetazos rabiosos, mi antípoda eterna. La chica divertida. Y lo parecía, sonreía con cierta maldad. Sus nariz recta, su pómulos puntiagudos, sus ojos llenos de fuego. Sonreía como si todo hubiera sido cosa suya. Su pequeña travesura. Yo, el niño favorito de las noches de facilidad, lloriqueando como una nena. Recordé la inseguridad que me hizo sentir aquella noche, y sentí que no le pareció suficiente. Y entonces su cara se convirtió en un borrón granate de destellos verde esmeralda, apenas cuatro fosfenos sin importancia. Y entonces dormí.
--Oye, Melune, que Vile es mi amigo.
--Bueno, y qué, él no quiso, ¿no? --y hacía pequeños gestos extraños, apretaba ligeramente los labios, alzaba las cejas entrecerrando los ojos, movía la cabeza como negando algo que nadie había dicho. Un quiero y no puedo de cara mimosa, bastante impedido por sus aires borrachos, que era lo único que yo veía. --Se fue... Me dejó vendida... Si él no quiere...
--No, mira... No. Lo siento, chica, pero te acabas de comer los morros con mi colega, joer, y bueno, aparte, quedé con la camarera luego para tomar algo.
--Vamos, que tú tampoco quieres follarme.
Alejé un poco la cara de la suya, y la miré con una mezcla de compasión y reprobación.
--Oye... --dije, y mantuve la mirada y el gesto, esperando que ella se diera cuenta de lo obvio y dijera "está bien", o algo por el estilo, que se diera por vencida. Pero no, claro que no, ni yo debería haber sido razonable con ella. Continuó con sus muecas de niña estimulada y deseable.
--Pues no, mira, no quiero.
Alzó un poco más las cejas, abriendo esta vez bien los ojos en lugar de cerrarlos. Tenía una mirada como de desprecio, de enfado. Pero yo conocía bien la sensación que había por dentro. Rechazo. No sentaba bien, aunque lo estuvieras esperando, aunque te hubieras dicho a ti mismo segundos antes que no importaba. Siempre había algo de vergüenza, algo incómodo que hacía que te temblaran la voz y las propias palabras. Las dejabas a medias, olvidabas las consonantes, hablabas a fin de cuentas como un lelo. Por eso ella se quedó callada e hizo como que me odiaba. Como si fuera culpa mía, y estuviera faltando a mi sagrada obligación como hombre para con las mujeres. Sentí sus ganas de llamarme maricón, impotente, todas esas chorradas.
Le puse una mano en el hombro, unas palmaditas, la animé a tomarse algo por ahí, la noche es joven, aunque no lo fuese. Esperaba irme yo solo con Carla al cierre, pero vino Melune. Y con ella venía también una negatividad que lo enturbiaba todo. La gente de la calle, a esas horas, no es que ayudara a hacer el cuadro más agradable. Todo eran rostros o demasiado borrachos, o insultantemente sobrios, o eso me parecía a mí. Tal vez fuera yo. Acabamos en uno de esos bares de mala muerte que no cierran nunca. Carla se encontró con unos amigos, fue a saludarlos, y Melune aprovechó el rato para hablarme cada vez más cerca. Nuestros labios casi se rozaban. Entonces la paré y le dije que iba a hablar con Carla. Porque esa noche no estaba siendo lo que yo esperaba, esperaba un típico cortejo, algo tedioso, como todos, pero tal vez estimulante. Algo de intimidad entre toda la perdición. Y la ausencia de Carla me hacía sentirme celoso, sin saber por qué. Los celos eran una sensación a la que no estaba muy acostumbrado, y menos por una chica que apenas conocía. Por un momento tomé la decisión de que si Carla no estaba dispuesta a acabar la noche conmigo, tal vez me iría con Melune. Este tipo de decisión que tomas a horas y en estados en los que no deberías decidir sobre nada, en la que sólo te importa pasar la noche al cobijo de otro, por sucio que te pueda llegar a hacer sentir.
Pero Carla, para mi sorpresa, al preguntarle por sus planes para el final de la noche, me preguntó si vivía solo. Por aquel entonces vivía con mi madre, pero no estaba en casa, y eso le dije. Ella vivía en otra ciudad, y dependía del albergue de algún conocido que le diera posada, como ya he dicho. Entonces me preguntó si me parecía bien que durmiera conmigo, pero sólo dormir. Yo tuve que esforzarme en evitar una carcajada que acabó en sonrisa disimulada, porque me daba la impresión de que eso me hubiera tocado a mí decirlo. Me regocijaba en la facilidad de esa noche. Le dije que sí, que claro.
Tocaba decirle a Melune que me iba con Carla a casa. Su cara no mejoró mucho con la noticia. No se decidía entre ir a la estación de bus o llamar a una amiga para quedarse en su casa. Serían las ocho de la mañana, o cerca. No era buena hora para llamar a nadie, y menos para pedirle hospedaje. Montamos en un taxi, y allí sobre la marcha decidió que no, que no íbamos a la estación, que llamaría a su amiga. La conversación que mantuvo con ella no fue demasiado cómoda para nadie, pero finalmente la dejamos en un portal, no muy lejos del mío, y Carla y yo continuamos en el taxi. Una vez en mi casa, en el dormitorio de mi hermana (cuya cama era mayor que la mía), me pidió ropa de pijama, y cuando se la di decidió que no, que mejor dormir vestida con su ropa de calle. Parecía decidida a cumplir su palabra de dormir, dormir.
Pero como dijo el sabio, un hombre en la cama es un hombre en la cama. Ella me dio la espalda, y yo le puse la mano sobre su brazo. Al minuto, el brazo cerró un pequeño cerco y la abrazaba. Luego la acariciaba muy levemente, y mi otra mano ayudaba acariciándole la espalda. Esos fueron todos mis avances, ni siquiera me adentré en zonas prohibidas. Pero entonces ella echó una mano atrás, sin mirarme. Y sí se adentró en zona prohibida. Volví entonces a regocijarme en la facilidad. Era como si toda la historia me estuviera haciendo más ilusión que la propia situación que estaba viviendo y que iba a vivir. Parecía un plan perfectamente trazado por mentes ajenas, con inocentes chicas como peones, para hacerme marioneta. La noche apenas me había dejado elección. Las caricias se volvieron cada vez más explícitas hasta que comencé a desnudarla, se giró, nos besamos. Hicimos el amor durante un tiempo. No era nada parecido a las fantasías que había tenido con ella, nunca lo es.
Cuando acabamos me dijo que no le gustaba empezar así, tan rápido, con los chicos. Yo supongo que le dije que no pasaba nada, si a los dos nos apetecía, y etcétera.
Dormimos, nos levantamos, desayunamos algo, aunque era pasada la hora de comer. La acompañaba a la puerta, y entonces me ofrecí a llevarla a la estación. Una vez en el coche, de camino, me ofrecí a llevarla a su ciudad. Ella sonreía encantada. Una vez allí, ella me ofreció ir a tomar y picar algo por ahí, a algún sitio, y yo dije sí. Era como si no quisiera separarme nunca de ella. Estaba confuso conmigo mismo. Siempre suelo ser muy atento con las chicas con las que paso la noche, o casi siempre. Pero esa insistencia, ese alargarlo tanto, no era propio de mí. Sabía que había que dejar un tiempo de respiro para que las cosas funcionasen. Y ni siquiera estaba seguro de querer que aquello funcionase demasiado, tan sólo algo cordial, algo que podría llegar a repetirse tal vez cuando a los dos nos apeteciera. Pero desde luego, estaba pareciendo lo contrario. Parecía que fuera a pedirle matrimonio antes de que acabáramos lo que habíamos pedido para comer. Y ella parecía sonriente y entretenida, así que yo me dejaba llevar. No pasa nada, si en algún momento te sientes atrapado en algo demasiado serio, ya la dejarás de llamar, cobarde de mierda.
Entonces, hablando de la noche que habíamos pasado, de lo que nos gustó y lo que no, de lo que nos gustaba y lo que no, ella dijo las palabras malditas. Bueno, para la próxima vez. Y yo dije sí. En ese momento me asusté un poco, no porque pensara que me estaba comprometiendo demasiado, sino porque supe que no volvería a ocurrir. Nunca se habla del siguiente polvo después del primero. Si se da por hecho, no lo será. Me decía a mí mismo que no, que eran chorradas, que era todo lo contrario, una buena señal. La prueba de que ella querría repetir. Pero en el fondo, lo sabía. No volvería a dormir con ella. Tal vez, no la volvería a ver. Eso era una estupidez, sabía que la podría ver siempre que quisiera en el bar, pero no me podía librar de esa sensación irracional.
Cuando acabamos, la acerqué a casa, nos dimos un cálido beso en los labios, le dije lo bien que lo había pasado, sonrió y se fue. No sabía muy bien como sentirme. De pronto la tenía entre ceja y ceja. Llegué a casa y le escribí. Y al día siguiente. Y al siguiente. Hablamos para vernos en otro momento. En una ocasión me dijo si estaría disponible para la hora de comer, y yo me las apañe para salir antes del trabajo. Y una vez que lo había conseguido, me dijo que lo sentía, que tuvo que hacer otros recados, y que al final no podía. Y entonces volvían esas palabras a zumbarme detrás del oído, la próxima vez. Me decía otra vez que eran chorradas, que ella estaba claramente interesada. Pero ahí seguía el runrún, y me obsesionaba cada vez más. No me reconocía a mi mismo, la facilidad se esfumaba y de pronto una chica me quitaba el sueño, como si tuviera catorce años otra vez. Y cuando al fin conseguí quedar con ella, en su ciudad, fue aún peor. Constantemente la notaba forzada, como obligada a estar allí, conmigo. Simplemente por cumplir. Y yo sabía que el hecho de pensar estas cosas, fueran reales o no, me hacían comportarme como un inseguro paranoico, y eso sí que lo olería ella. Eso haría que de verdad empezara a sentirse incómoda, si no lo había hecho ya el acoso telefónico de mensajes, que tal vez no fuera tal. Pero en ese momento, con la mirada perdida en la comisura de su sonrisa forzada, todo me parecía verdad, y yo un imbécil.
Fuimos a cenar, y se me pasó la hora de mi bus de vuelta. Ella me preguntó si quería dormir con ella esa noche, y sonó como algo solemne, no como un favor de acogida. Entendí que el mensaje era que esa próxima vez sí que iba a llegar. Le dije que sí, llamó a una amiga suya y me preguntó si me importaba que se nos uniera. Entendí que iba a ser nuestra anfitriona para dormir, y ella me lo confirmó. Y obviamente no me importó. Yo había perdido el bus, de manera que decidimos que lo mejor que se podía hacer era ir a tomar algo los tres juntos e irnos conociendo mejor. Respondí a todos los mensajes de amigos que me preguntaban qué tal la cita y si saldría esa noche, que pasaría la noche fuera. Algunos lo tomaron como una buena señal, respondieron con caritas con guiños, lo que me hizo estar aún más inseguro, ya que yo seguía respirando rareza.
Al principio todo fue bien. Cenamos con vino, tomamos unas cañas, luego unas sidras, luego unas copas. Nos caímos bien. Pero mi impresión es que en cierto momento, yo comencé a parecerles el imbécil inseguro que por dentro me sentía. Eso, o quizá una tontería tan grande como que uno de los chicos que Carla saludó y con el que se paró a hablar, tal vez le gustó más que yo, o tal vez era un antiguo ligue. No tengo ni idea de que pasó esa noche, pero el hecho es que se fueron a mear a algún bar cercano, porque según dijeron ellas, en el que estábamos los baños eran asquerosos, y tardaron casi media hora en volver, o eso me pareció. En mi espera, mientras me descorazonaba completamente, unos chicos se pusieron a hablar en inglés con una mujer rubia delante de mí. Y yo, con mi soledad, con mi derrota, con mi buen inglés, no pude resistir la tentación. Tal vez por sentir una pequeña victoria en esa noche, mientras imaginaba a las otras dos zorras hablando sabe dios el qué de mí. Y en el momento justo, realicé mi pequeña aportación a la conversación. Mi acento neutro pero refinado destacó sobre la macarronería de los otros dos chicos. La mujer se giró hacia mí con un brillo en los ojos y una sonrisa de sorpresa. Hablamos un rato corto los cuatro acerca de cualquier nimiedad, hasta que la mujer rubia, bastante bonita, se fue acercando cada vez más a mí, y me felicitó por mi inglés. Era irlandesa, y profesora de inglés. Lo de profesora no me sorprendió, es lo que son un 99% de los angloparlantes que viven en pequeñas ciudades del extranjero. Se llamaba Beth.
Hablamos un rato embelesados el uno con el otro, haciendo obvio que nos gustábamos, pero como sabiendo ambos que no nos volveríamos a ver, aunque nos diéramos los números. Yo me sentía mucho menos inseguro hablando con ella, y para mis adentros deseaba que volviera Carla en ese momento y me viera con ella, siendo un ser de luz, de valor incalculable, siendo adorado por una mujer hecha y derecha, ¡y extranjera! Y no recuerdo si lo vieron, la verdad. Así que supongo que de ser así, se la sudó bastante a las dos, o hicieron como si tal.
Al volver con ellas, el ambiente estaba claramente enrarecido. Las frases eran cortas, los encuentros fugaces. Me acerqué a Carla y me dijo que su amiga quería irse a casa. Creí que era un signo para un final de noche feliz, pero nada más lejos. Supongo que quería echarme. Me acerqué a su amiga, le dije que si se quería ir a casa. Para mí era la oportunidad de irnos los tres juntos, dormir en la misma casa, vivir y dormir felices. Parece ser que no, que para Carla era, efectivamente, la excusa para echarme. Su amiga se indignó. Pareció como si quisiera echarla yo a ella, como si le estuviera ofreciendo amablemente que se fuera y nos dejara solos, y saltó a la defensiva por su amiga. Pero aquella historia no la había inventado yo, aunque a esas alturas daba igual. Me resultaba cansino ponerme a explicar el malentendido. Lo intenté por unos instantes, bajo su mirada de desaprobación, casi asco, y pronto desistí. A día de hoy sigo sin saber hasta qué punto era cosa mía o de ellas, pero lo cierto es que se alegraron cuando dije que iba a irme a casa en taxi. Desde otra puta ciudad. Se había entendido, o eso creía, que iba a dormir en casa de su amiga. Y hubiera sido el gesto más elegante darme cobijo, aunque fuera en una cama para uno, en la punta de la casa más alejada de donde durmiera Carla, o en una maldita bañera llena con dos míseros cojines y una manta. Pero no, me dejaron ir así. Hasta se ofrecieron a llamar ellas al taxi cuando me alejaba de allí a buscar una parada, como si no estuvieran seguras de que me fuera a ir, como si tuvieran miedo de que me quedara, y las siguiera a casa o algo peor. ¿Tan loco parecía? De verdad, no pararon hasta que me vieron sacar el puto móvil del bolsillo para llamar, y aún así parecían querer ir tras de mí para asegurarse de que al otro lado de la línea aparecía la voz de un taxista, y no estaba simplemente simulando. La verdad, cuando una persona es de súbito excesivamente amable contigo para ayudarte a que te vayas, uno se siente más ofendido que cuanto te echan a insultos.
Así me fui de allí, en un maldito taxi que me cobró más de la cuenta, que ya hubiera sido extensa. Y me faltaba el ánimo para ponerme a discutir con él, así que le pagué, me despedí amablemente y salí del coche. Y no volví a ver a Carla después de eso hasta muchísimo después, cuando obviamente ya me importaba una mierda. Ni siquiera en el bar, de donde se ausentó por encontrarse enferma ciertos días, hasta que finalmente dejó el trabajo. No fue por mí, quiero creer que ninguna de las dos cosas. Hubo ciertos días en los que yo, por un motivo o por otro, no fui, y ella sí trabajaba. Incluso me escribió para preguntarme si no iba a ir. Fue algo bastante casual lo de no vernos más, lo que lo hace más misterioso aún.
Los días siguientes me dieron mucho en que pensar. Realmente sentía que Carla no me importaba tanto, pero no podía evitar escribirle de vez en cuando, para intentar aclarar o mejorar la situación, aunque fuera desde la simple amistad. Pero cada intento parecía una cansina insistencia más, hasta que me rendí. Le escribí antes de que se fuera todo el verano a tocar la viola a un crucero, para tomar una triste caña de despedida, casi por cortesía. Obviamente me dijo que sí, que claro, que ya quedaríamos un día. Y obviamente no volví a saber de ella.
Las posiciones de poder en las parejas, y en las relaciones humanas en general, son muy difíciles de invertir. Es como entrar a un manicomio por error, es jodidamente difícil demostrar que uno está cuerdo. Para mí Carla, a muchos niveles, era una chica cualquiera, casi hasta mediocre. Yo sabía que había mil cosas de las que ella no podría hablar conmigo, ni con nadie, en parte porque la mayoría de sus amigotes serían tan tontitos y simplones como ella. Bueno, esto sólo lo pensaba cuando estaba cabreado. Pero sí sabía con certeza que había muchos campos en los que yo brillaba mucho más que ella. Esos campos podían interesarle o no, pero ni siquiera importaba, porque yo jamás sería capaz de demostrárselo. En cuanto pones un pie en la inseguridad, anula la mayoría de tus capacidades, y de esta forma se retroalimenta vorazmente. Ya está. Era el momento de dejarla ir. Jamás sería capaz de mirarla otra vez desde una altura igual. Vería en sus ojos su pequeña victoria, aquella vez que me hizo quedar como un imbécil y me despreció como a una mierda. Y ni siquiera podría despreciarla yo a ella, sería visto como patético despecho, y me humillaría aún más. Estas cosas acaban así.
El día antes de que se marchara a su crucero, yo miraba el móvil como distraído. Tocaba su nombre en la pantalla, miraba su foto, su última conexión. La odiaba, con rabia. Sabía que ya era tarde, que no me escribiría. Lo sabía desde el primer momento, claro, pero ese era el día en que me regodeaba en ello, me revolvía en el fango. Era el día para odiar. Para sorprenderme a mí mismo comportándome como un adolescente, después de tanto tiempo. Pasaban las horas de la madrugada y su última conexión ya no cambiaba. Al día siguiente madrugaría, supuse. Reprimí con gran esfuerzo la tentación de escribirle algo, un "que lo pases bien en tu viaje :)", lleno de rencor, rencor nada velado, con ese mensaje anterior suyo que decía "claro, ya quedaremos" de hacía unos días para atestiguarlo. Resultaba tan obvio... Me aliviaría tanto durante unos segundos... Y después me avergonzaría enormemente. Me aferré a esa sensación para mantener mis manos quietas. Sostenía el móvil impasible, metido en la cama, los ojos en la pantalla, dejando que los minutos pasaran a lo tonto. Lo dejé a un lado con desdén. Miré al techo. Me puse de lado, miré a la almohada. Nada raro. Cerré los ojos, y allí estaba. La chica desconocida. La bailarina de puñetazos rabiosos, mi antípoda eterna. La chica divertida. Y lo parecía, sonreía con cierta maldad. Sus nariz recta, su pómulos puntiagudos, sus ojos llenos de fuego. Sonreía como si todo hubiera sido cosa suya. Su pequeña travesura. Yo, el niño favorito de las noches de facilidad, lloriqueando como una nena. Recordé la inseguridad que me hizo sentir aquella noche, y sentí que no le pareció suficiente. Y entonces su cara se convirtió en un borrón granate de destellos verde esmeralda, apenas cuatro fosfenos sin importancia. Y entonces dormí.