-Entonces, ¿aquí es donde tienen el Guernica?
-Aquí está el Guernica, sí -respondió ella.
Ciertamente, no sabía si le había corregido, pero le pareció notar una entonación extraña, un tanto cursiva, en esa palabra. Y ciertamente, tampoco se había parado a pensar en su manera de expresarse. Él era más de hablar al azar para justificarse después. Lo malo es que pensaba que no había nada malo en ello, y lo peor, que tenía razón.
-Tal vez así es como debería ser, querida. Tal vez como fuera algún tiempo. Pero sin duda ahora el arte no es ni está, se posee, se tiene. Tanto las obras como el conocimiento de ellas. Antes el artista debía impresionar al público, y ahora parece ser que es al contrario.
Esta vez él también usó una entonación extraña, la del silencio. Le daba vueltas a todos estos conceptos que sonaban tan demoledores en su mente, y que sabía que se desinflarían mucho al pronunciar las palabras (que tampoco serían las mismas, cosas del directo). Pero no hizo falta, pues ella ya estaba mirando para otro lado, y supo enseguida que le importaba una mierda lo que él pudiera pensar acerca del arte moderno. Sabía que sonaría como un modernillo más, pero no de los entendidos, sino de los humoristas rebeldes, de los que hacen monólogos acerca de los absurdos del arte moderno.
-Mejor así -pensó, ya que tampoco tenía las ganas suficientes de empezar a explicarse con el cansancio acumulado de los dos pisos anteriores, con sus cuatro o cinco salas cada uno.
De pronto se sorprendió mirando a la gente más que a las obras, preguntándose si toda esa gente -o una parte al menos- se sentirían tan gilipollas como él. Si habían ido por la curiosidad de ver las obras, o sólo por el Guernica, o sólo por el hecho de ir. Quizás para contarlo, quizás sólo por tener la conciencia tranquila, porque ya que estás en Madrid, a algún museo tendrás que ir, ¿no?
-Holaaa -el estruendo le sacó de su ensimismamiento. Aquí utilizo la cursiva porque no fue realmente una exclamación, pero el tono era claramente inapropiado para el lugar. O eso le pareció. Pero claro, ¿qué sabe él o yo de museos?-. Picasso, Miró -añadió el que debía ser (o eso quería creer) el guía de la sala, o al menos algún tipo de empleado. Y mientras lo decía, señalaba dos de los cuadros.
No sabía exactamente qué había sido, pero quería sentirse ofendido por algo. ¿Tal vez el tono? ¿Porque parece que insinúa que soy el típico que sólo viene a ver cuadros de nombres famosos -bien porque sabe mucho de arte, o porque sabe muy poco-? ¿Porque parece indicarme qué cuadros deberían gustarme? ¿Tal vez el acento madrileño, que hasta el gesto más amable lo disfraza de hostilidad?
No queriendo ofenderle pero tampoco dejarse llevar cual rebaño, ni mucho menos ofender al resto de artistas expuestos en la sala -que de hecho, ya que no los conocía de nada, podrían estar hasta presentes mirando su propia obra junto a él- siguió con su rutina de ver la sala guardando un orden, no un orden estricto, ni siquiera siempre el mismo, pero un mínimo orden. Por tanto, empezó por el cuadro de su derecha, un retrato en tres dimensiones de alguna actriz famosa y muerta (por ejemplo, Ava Gardner) de la que él tampoco había visto ninguna película. Cuando de repente...
-En oblicuo, en oblicuo -ahí estaba ése otra vez, desde el lateral del cuadro. Señalándolo con un gesto de sus cejas-. Este hay que verlo en oblicuo (esta vez el tono ya no le sobresaltó, bien sea porque lo bajó o porque se acostumbró). De modo que fue orbitando poco a poco alrededor del cuadro para ver las distintas formas que tomaba según la perspectiva. A su ritmo. Se paró un momento en lo que él entendía de toda la vida por ángulo oblicuo, y tampoco por seguir las indicaciones, sino por observar esa perspectiva concreta. Maldita sea, le apetecía-. ¡En oblicuo, en oblicuo! -repitió el guía desde su posición a noventa grados sexagesimales respecto al frontal del cuadro, señalando esta vez ya con el brazo y mano extendidos. Él accedió a continuar su órbita hasta eclipsar al guía, pero convencido de que eso que él llamaba oblicuo no era tal, sino lo que comúnmente llamamos "de lao". Pero no dijo nada porque no le gusta quedar como un gilipollas, ya sea teniendo razón o no. Ya lo digo yo, que antes de escribir algo me tomo la libertad de buscarlo en Google, Wikipedia, o la RAE. Hábito muy sencillo e increíblemente poco extendido. Y se da el caso de que, efectivamente, ese ángulo que pedías, guía, no es "en oblicuo", sino "de lao", y punto. Cuando alguien quiere decir "aclarar" sin hablar claro, unos dicen "clarificar" y otros "esclarecer". Ambos son igualmente gilipollas, pero los primeros ni siquiera están siendo más correctos al hablar.
-Esto ni siquiera me dice nada desde aquí... quiero entender que lo bonito es que dependiendo de la perspectiva, cambia el aspecto... porque si ése era el ángulo adecuado, es de suponer que uno debería ver algo distinto, llamativo. Si no, volvemos a lo de antes, es mala y punto. No soy yo el que se tiene que devanar la cabeza jugando a las adivinanzas, yo estoy pagando, eres tú el que tiene que hacer algo que hable por sí mismo, sin falta de molestos guías, que eres el que está cobrando. En fin, todo esto se ha perdido -mientras iba pensando todo esto, y pasando su inocua mirada por las demás obras, llegó al fin al Picasso. Una miradita por aquí, otra por allá, una inclinación hacia la placa para leer el título (y de paso el autor, no por desconfianza, sino porque estaba allí escrito, apenas a un centímetro del título)... demasiada calma... algo le zumbaba en las orejas, le cosquilleaba la nuca, ponía su mente en prevengan.
-Desde aquí, desde aquí -ya estamos. Hubiera agradecido que le hubieran preguntado si necesitaba ayuda. Qué curioso que la gente sea más educada hoy en día en las tiendas que en los museos. Parece ser que si vas a comprar algo, eres el jefe, y si no, eres ganado, estés donde estés. El tipo seguía con su amable consejo-, mira, te pones desde aquí, es la distancia perfecta para ver el cuadro, y ademas lo estas viendo y mira, ¡pum! -dijo para acompañar un saltito de cuarto de vuelta hacia su izquierda-, pasas al Miró -y al decir Miró, le miró como si le hubiera descubierto la cuarta dimensión del espacio, con las cejas muy alzadas por encima de las gafas y una medio sonrisa. El tono seguía siendo demasiado alto para resultar cómodo.
Casi pensó en darle las gracias, en automático, porque suponía que lo hacía para ayudarle, pero recordó que no le iba a comprar nada así que le dijo simplemente:
-Ah, vale.
Y ocupó el lugar indicado, muy tentado de repetir el saltito e incluso la onomatopeya. Porque parecía claro que esa sala iba un poco de crear situaciones incómodas y ridículas. Así era el arte. Pero se giró normal. Mientras miraba el Miró, se giró un poco hacia ella, que sonreía divertida. Qué maja. Y entonces el guía volvió.
-¿Ves el gallo?
-Mhh... no. Si ahí hay un gallo, no está bien dibujado. Si tienes que pasarte media hora buscándolo, o pedir ayuda para verlo o intuirlo, entonces para mí no es arte, o no es un gallo. Y tampoco sé muy bien por qué estos picos pegan con estas curvas, cuando algo pega se nota sin más, no tienen que explicártelo. Y los colores... tampoco tengo la seguridad de que casen demasiado. Para mí el arte ha de ser obvio, no digo que no pueda ser abstracto, pero obvio. La música es obvia, no hace falta ser un experto para saber si algo es música o ruido. Sólo tiene que sonar bien, joder, no pido más. Si esto se trata de hacer cosas raras hasta que consigas que te llamen original, aunque no pegue ni con cola, si arte es todo lo que el hombre llama arte, entonces lo mío no es el arte. Mira, si te digo la verdad, Miró me tira de los cojones.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
jueves, 20 de septiembre de 2012
Ángeles y Demonios
15 de enero. Muere Manuel Fraga Iribarne. Unos lamentan. Otros descorchan botellas de champán. Los unos se indignan, reprochan, los otros se defienden, se justifican. Algunos pelean. Los unos recuerdan su gran labor política y social, su aportación a la democracia. Los otros le llaman asesino.
18 de septiembre. Muere Santiago José Carrillo Solares. Unos lamentan. Otros descorchan botellas de champán. Los unos se indignan, reprochan, los otros se defienden, se justifican. Algunos pelean. Los unos recuerdan su gran labor política y social, su aportación a la democracia. Los otros le llaman asesino.
Cuando los Unos discutimos, creyendo llevar la razón, ¿qué es lo que pensamos de los Otros, nuestros interlocutores? ¿Que son estúpidos? ¿Que han recibido una educación incorrecta? ¿Que son malvados por naturaleza, y no les preocupa el bien común? ¿Acaso nunca se les pasa por la cabeza que crean llevar la razón, y que estén valorándonos de la misma forma? Porque este debería ser el planteamiento de partida de toda discusión, no creerse nunca en posesión de la verdad, sino que la verdad ha de ser la meta de la discusión. Se ha de forjar en el flujo bidireccional de las palabras, las ideas. Discutir debería servirnos para dar nosotros mismo un paso más hacia la verdad. Quien discute sin estar dispuesto a ser convencido no es más que un agitador, al que deberían darle el premio al ganador dialéctico de la discusión antes incluso de que se celebre, para que se lo lleve tranquilo a su casa y deje a los demás conversar.
Prefiero pensar que este razonamiento tan sencillo no lo tienen presente los Unos cuando discuten con los Otros. Eso querría decir que la discusión es un mero sinónimo práctico de la disputa, la pelea. De las mil verdades, de la no verdad, que viene a ser lo mismo. De que no podemos escapar de esa fuerza que separa, que se opone, que es el odio. Aunque seamos los hijos del amor, esa fuerza que asocia, que llega a niveles de complejidad tal altos como para crear belleza. La belleza en sí misma, como concepto. Para crear los conceptos. Tal vez para que exista una, ha de existir la otra, como otras tantas paradojas que realmente no lo son.
O tal vez no exista una verdad absoluta, y estemos condenados a discutir sin acuerdo. Tal vez la no verdad, sea verdad. Lo que no sé si es una paradoja, o un sinsentido.
Mientras tanto, mi pequeña y humilde verdad será que todos aprenderíamos más si miráramos menos los antagónicos titulares de las primeras planas de los periódicos, y más a gente como Michael Kenny, primer aprendiz de niñero en 110 años del Norland College. Rodeado de sus 48 preciosas y encantadoras compañeras, dice cosas como "a mi novia no le importa que pase el día rodeado de mujeres", o "Hubo un tiempo en que quise ser policía, después abogado y ahora niñero. No hay diferencia: el caso es ayudar a la gente". Se mire por donde se mire, esta historia es todo amor. Esta historia también aparece en un periódico, pero curiosamente, en su última página. Y no sin razón; las verdades más bonitas son pequeñas y están escondidas.
18 de septiembre. Muere Santiago José Carrillo Solares. Unos lamentan. Otros descorchan botellas de champán. Los unos se indignan, reprochan, los otros se defienden, se justifican. Algunos pelean. Los unos recuerdan su gran labor política y social, su aportación a la democracia. Los otros le llaman asesino.
Cuando los Unos discutimos, creyendo llevar la razón, ¿qué es lo que pensamos de los Otros, nuestros interlocutores? ¿Que son estúpidos? ¿Que han recibido una educación incorrecta? ¿Que son malvados por naturaleza, y no les preocupa el bien común? ¿Acaso nunca se les pasa por la cabeza que crean llevar la razón, y que estén valorándonos de la misma forma? Porque este debería ser el planteamiento de partida de toda discusión, no creerse nunca en posesión de la verdad, sino que la verdad ha de ser la meta de la discusión. Se ha de forjar en el flujo bidireccional de las palabras, las ideas. Discutir debería servirnos para dar nosotros mismo un paso más hacia la verdad. Quien discute sin estar dispuesto a ser convencido no es más que un agitador, al que deberían darle el premio al ganador dialéctico de la discusión antes incluso de que se celebre, para que se lo lleve tranquilo a su casa y deje a los demás conversar.
Prefiero pensar que este razonamiento tan sencillo no lo tienen presente los Unos cuando discuten con los Otros. Eso querría decir que la discusión es un mero sinónimo práctico de la disputa, la pelea. De las mil verdades, de la no verdad, que viene a ser lo mismo. De que no podemos escapar de esa fuerza que separa, que se opone, que es el odio. Aunque seamos los hijos del amor, esa fuerza que asocia, que llega a niveles de complejidad tal altos como para crear belleza. La belleza en sí misma, como concepto. Para crear los conceptos. Tal vez para que exista una, ha de existir la otra, como otras tantas paradojas que realmente no lo son.
O tal vez no exista una verdad absoluta, y estemos condenados a discutir sin acuerdo. Tal vez la no verdad, sea verdad. Lo que no sé si es una paradoja, o un sinsentido.
Mientras tanto, mi pequeña y humilde verdad será que todos aprenderíamos más si miráramos menos los antagónicos titulares de las primeras planas de los periódicos, y más a gente como Michael Kenny, primer aprendiz de niñero en 110 años del Norland College. Rodeado de sus 48 preciosas y encantadoras compañeras, dice cosas como "a mi novia no le importa que pase el día rodeado de mujeres", o "Hubo un tiempo en que quise ser policía, después abogado y ahora niñero. No hay diferencia: el caso es ayudar a la gente". Se mire por donde se mire, esta historia es todo amor. Esta historia también aparece en un periódico, pero curiosamente, en su última página. Y no sin razón; las verdades más bonitas son pequeñas y están escondidas.
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