jueves, 9 de octubre de 2014

El Demonio que Amo - Capítulo 1: El Velo

      Hay una calle en esta ciudad, que baja de la plaza en la que toda la gente joven se reúne a beber, a un parque en el que por el día juegan los niños y por la noche merodean las putas y travestis, con una pendiente suave, perezosa. La calle es peatonal y tranquila. Por las tardes abundan las mesas y toneles de las terrazas, que parecen unidas entre sí por gente que bebe de pie en un gran cogollo, y un bullicio que suena a murmullo. Por las noches, apenas la pueblan transeúntes y borrachos que mean en las esquinas de los garajes, y un ligero hedor a noche. Al final de esta calle, bajando hacia este parque, hay un bar a mano derecha. Cuando apenas había cumplido los dieciocho años, encontré este bar y me enamoré de él. Era aquella edad en la que buscas distinción, en la que estás construyendo los adornos de los que hablarás a los demás.

      El bar era un pequeño antro que apenas contaba con tres mesas, todas distintas. Había una pequeña mesa redonda a mano derecha nada más cruzar la entrada, que protegía ligeramente la entrada a los baños. Hacía más veces de ropero que de mesa. Otra mesa estaba justo enfrente, en la pared de la izquierda. La última mesa, la más especial, estaba encajada en un pequeño hueco del fondo, con dos grandes bancos de madera a cada lado. Era la mesa que asaltábamos cuando llegábamos al bar casi vacío, a primera hora de la noche, del nuevo día, y la hacíamos nuestra por los restos, hasta la hora de volver a casa. Realmente, el bar nunca solía estar muy lleno, y la mesa solía ser nuestra a cualquier hora.
      Además de las mesas, había una columna en el centro del bar, cuya finalidad real era, imagino, sustentar el techo. Además de esto, tenía la tarea banal de sujetar tres percheros de madera por otras tantas de sus caras. Y además de estas dos funciones obvias, para mí era una pequeña pantalla que siempre te mantenía oculto de, al menos, una parte del bar. Era un refugio más simbólico que práctico, pero aprendí a amarlo.
      Para finalizar con esta tediosa descripción decorativa, la barra hacía un pequeño giro doble, primero hacia fuera y luego hacia el fondo del bar, recuperando su orientación original. Esta "S" dejaba un pequeño rincón interior en el que sentarse y sentirse protegido, por la barra por dos flancos, y en el punto cardinal opuesto, por la sagrada columna. Un pequeño rincón en el que aguardar calmado la expiación espontánea de los pecados de la noche, tal vez con una cerveza en la mano a modo de nuevo pecado original. Otra particularidad de este rincón, es que era el antípoda de la propia entrada del bar, siempre con respecto a la piedra angular que era la sagrada columna. No sé mucho de Feng Shui, pero seguro que los rincones que uno no alcanza a ver desde la entrada a un habitáculo tienen un halo especial. En este rincón podías sentir la cercanía con el camarero como si de un confesionario se tratase, cosa que a veces era.

      Este bar era nuestro cuartel general. Pasábamos noches enteras en él, a veces sin llegar a salir por la puerta hasta emprender el viaje a la cama. Allí aprendí a jugar a los dardos, juego que cuando era más joven despreciaba en los bares, y sólo en los bares. Seguramente se debía a la vergüenza propia de exponerse al ridículo delante de miradas desconocidas. Pero siendo ese bar nuestra casa, y ya que la única mirada desconocida era a menudo la del camarero, probamos a jugar un día, y se convirtió en tradición. Llegamos a ser muy buenos, y conocimos a gente de edades muy dispares jugando. Esa es la esencia de los bares, al fin y al cabo. Recuerdo que mi gran compañero de batallas, aquel que siempre aguantaba hasta la última jarra junto a mí, jugaba a veces por alardear con la mano izquierda, o apuntando sólo al centro de la diana, o ambas al mismo tiempo. Otras veces jugaba a hacer dibujos con los puntitos del marcador. Creo que eso sólo lo hacía cuando perdía, para restar importancia a sus derrotas.

      Es curioso que nunca llegáramos a trabar gran amistad con el dueño, que era un tipo larguirucho y callado, mal encarado. Unas veces nos atendía con simpatía, y otras nos miraba desde la barra como enfadado, a menudo cuando estábamos nosotros solos en el bar, en nuestra mesa de operaciones. Pienso ahora que era por pura frustración. El sueño de su juventud, de unos seis o siete años atrás, de tener un bar al que acudieran todos sus amigos, se había convertido en un sumidero de gastos difícil de mantener al que sólo iba asiduamente un grupo de chavaletes que, si bien le acababan un par de barriles de cerveza por noche, no era lo que él en su día había soñado, y tal vez tampoco fuera suficiente para hacerlo sobrevivir. La noche en que celebró el octavo aniversario del antro (momento en el que nos enteramos de la antigüedad del mismo), acudió todo tipo de gente, de la edad del dueño, algo lejana a la nuestra. Gente que no solíamos ver por allí. Ese día hubo muy buen ambiente, todo el mundo reía y bebía sin parar. La mesa del fondo había sido retirada y sustituida por un micrófono para el concurso de chistes, y unos y otros pasaban sin vergüenza a contarlos. Esa noche el dueño también sonreía mucho, ese era el bar que había imaginado. Hasta se acercó a nuestra mesa (no Nuestra Mesa, que no estaba, sino en la que estábamos sentados en el momento) y nos animó a que saliéramos a contar uno. Y lo hicimos, varios de nosotros y varias veces, con más pena o más gloria. La resaca de ese día fue terrible.

      Y llegó el día en que saltó la chispa. Mi colega, el que dibujaba con los puntos del marcador de la diana, al que llamábamos Vile, pedía de vez en cuando bebidas sin alcohol. Pedía a veces infusiones a las tres de la mañana. Claudia, una menta poleo, y la chica de Barcelona, que era la camarera por aquel entonces, se la ponía, le sonreía, le acercaba la carta de tés. Iván, una menta poleo, por favor, e Iván se acercó a la barra y dijo que no había mentas poleo ni mierdas, que esto era un bar, no un parbulario. Que dónde había visto que se sirvieran infusiones a las dos de la mañana. Pero Vile era de sobra conocido, al menos por mí, por decir cosas raras y por nunca jamás echarse atrás.
      -Hombre, a las dos, a las dos y media y a las tres, Iván.
      No era mal tipo, con el tiempo aprendió a pedir perdón, pero por aquel entonces éramos unos niñatos que buscaban su lugar en el mundo. Y él era un niñato muy particular. Su locura y su chulería eran su encanto, lo que hacía gracia de él, y que le quisiéramos, también. Creo yo que ese no echarse atrás era una especie de miedo a cagarla en las relaciones sociales, que a ratos parecían no dársele demasiado bien. Prefería mantenerse en sus trece ante ciertas nimiedades antes que dar un poco el brazo a torcer, tal vez porque no sabría qué cara poner al hacerlo. Lo gracioso es que en este caso tenía razón, la chica de Barcelona siempre se los había servido.
      -Pues aquí no, esto es un bar y aquí se viene a beber alcohol.
      -Bueno, pues vale. Pues ponme un zumito de melocotón.
      La ofensa pasó por broma de niños, y el dueño fue a servir el zumito de melocotón. Vile había mantenido bromas estúpidas muchas veces sin ningún motivo, por no echarse atrás. Pero ese día había algo muy noble en su manera de actuar. Estaba haciendo algo que había hecho antes muchas veces por aquel entonces. Podía beber como el que más, y en cierto momento de la noche tomaba un zumito de melocotón, de pera, o de melón con jazmín, al que era muy aficionado. Pidió la infusión porque era lo que quería, y cuando el dueño replicó cabreado, le pidió un puto zumo, porque era lo que quería beber en ese momento, y un puto camarero no iba a obligarle a beber alcohol, y mucho menos de malas maneras. Tal vez, ni aunque le hubiera invitado.
      El zumito fue servido, y en la barra éramos cuatro de nosotros, y un tipo mayor, amigo del dueño, que miraba de lado con una medio sonrisa, y silencio. Se pronunciaban palabras de vez en cuando, tanto ellos como nosotros, sí. Pero eran este tipo de palabras que no consiguen romper el silencio, que están como fuera de lugar, que parecen tener un tono forzado e inseguro.
      El tipo mayor pidió una ginebra con cola. ¿Qué ginebra, Gordon’s? Y el tipo, con una medio risa quejosa, sí, Gordon’s. Y entonces Don, que era un chulo empedernido, no por gusto, sino por sangre, inquirió acerca de la risa. Don era un tipo robusto y entrado en carnes, las dos cosas, y lucía melena y barba desaliñadas. Su aspecto era una extraña mezcla de afable e iracundo. Lo que, curiosamente, se acercaba bastante a la realidad. Y Don preguntó que de qué se reía, si le estaba llamando gordo. Y los dos tipos mayores, el dueño y su amigo, que parecían de pronto divertidos, ya que éramos unos niños, dijeron que no dijeron nada, que cada uno se diera por aludido por lo que quisiera. Y Don, chulo empedernido como era, les llamó gilipollas y se agarró un buen cabreo. Y allí nadie se movía de repente salvo Don, que se había levantado del taburete y hacía aspavientos con los brazos, y no paraba de soltar insultos de un repertorio muy sencillo pero variado. Y el dueño, con calma chicha, dijo que estaba harto de nosotros, que íbamos de putos mafiosos y éramos unos críos. Y el tercer colega, Ches, que no había dicho nada, se levantó y se cuadró justo detrás del hombro de Don (que seguía profiriendo insultos), con mirada tensa, dándole tal vez la razón al dueño. Vile de pronto parecía querer calmar la situación, pero no sabía usar más que su tono más socarrón, y parecía que avivaba las llamas con sarcasmo.
      No pasó gran cosa, Don le dijo que era un mierda porque no tenía huevos ni a echarnos del bar, así que ya nos íbamos nosotros, y nos fuimos. No volvimos. Salvo para que un día, Ches meara en la manilla de la puerta. Curiosamente el bar cerró a las pocas semanas. No quiero creerme que fue por culpa de nuestra ausencia, que todas las noches le sobraban dos barriles de cerveza, pero al menos fue un final decente para ese ciclo de nuestra juventud.

      El bar volvió a abrir después de un tiempo con el mismo nombre y otros dueños, amigos del dueño original. Eran dos tipos que nos conocían del bar predecesor, con simpatía. No hubo malos rollos cuando volvimos, nostálgicos. Nos quedamos apoltronados en la barra, mirando el nuevo color de las paredes, de un negro agobiante, con frases y palabras escritas con rotulador plateado por encima. El rincón de nuestra mesa de operaciones lo ocupaba ahora un futbolín. Las otras dos mesas seguían allí, pero a quién le importaba. Encima de la puerta de los baños había un cartel que ponía “cabina de suicidio”. En el momento, me dejé llevar por la emoción de volver, porque por lo demás, todo seguía igual. El rincón en S y su escudo guardián, la sagrada columna. Miraba los nuevos detalles con ternura, y me decía a mí mismo que me gustaban. Pero era mentira. El ambiente era asfixiante. El azul del predecesor era una luz oscura pero acogedora, que resguardaba del frío, los misterios, las preocupaciones en general de la noche. La música había mutado de Bob Dylan, Jimi Hendrix, Dire Straits, a bandas nacionales de Punk borracho y drogadicto. De ese que hace que los bares se llenen de gente macarra y con cresta, que llena el aire de humo de porro. Con algunos de ellos, claro está, se podía hablar, gente encantadora e interesante. Pero otros eran desechos, incordios.
      No me malinterpreten, muchas veces nosotros frecuentábamos ese tipo de bares también. Incluso a veces habíamos fumado porros en el bar predecesor. Pero no era ese tipo de bar. No era un bar atestado al que una marabunta de los bajos fondos acudía pasadas las cinco de la mañana, cuando los otros bares empezaban a cerrar. Y ahora sí lo era.
      Seguimos frecuentándolo de vez en cuando, como lo que ahora era, y en parte por lo que un día fue. Al fin y al cabo, aún estaba la columna y el rincón. Pero la frecuencia no era ni la décima parte de “todas las noches, casi todas las horas”. Y así el bar fue muriendo poco a poco, hasta que cerró, tal era su destino inevitable, por una redada policial.

      No recuerdo bien qué hicimos después. Carecíamos de rutinas claras, bebíamos en la calle, en la plaza donde se reunía el resto de la gente joven. Pedíamos cervezas en un pequeño bar ubicado en una esquina del punto más alto de la plaza, y salíamos a tomarlas fuera, como hacía casi todo el mundo. Era un bar curioso. Apenas entraban cinco personas pidiendo a la vez en la barra, y otras cinco en el resto del bar contando los baños, y sin embargo la mitad de la plaza tenía en la mano una cerveza o copa de ese bar. Los camareros servían a destajo, tenían decenas de vasos de plástico colocados debajo de la barra, con tres hielos dentro cada uno, y los sacaban y llenaban de bebida en menos de diez segundos. Era bebida rápida, barata y de moda, y parte de ella era probablemente sudor, porque chorreaban. Eran tipos de cuarenta y tantos que se movían sin parar durante cinco o seis horas seguidas, y siempre decían “siempre” después de que finalizaras tu petición, como marca de la casa.
      Luego íbamos a otros bares, vagabundeábamos, sugeríamos ideas que a veces se aceptaban y a veces no. Nos emborrachábamos, volvíamos a casa a veces andando, a veces a rastras, a veces en taxi. A veces juntos, a veces a destiempo. Nos íbamos haciendo mayores. Los taxis eran cada vez más comunes, algunos de nosotros ya trabajábamos y teníamos dinero de sobra, al menos para esos pequeños vicios y comodidades.

      Y llegó el día en que oímos que el bar, Nuestro Bar, había vuelto a abrir. No se llamaba igual. No fuimos en el acto, recordábamos la decepción del anterior. Nuevo dueño, nuevo nombre, ningún vínculo con el original. Ninguno salvo aquel rincón y aquella sagrada columna. Yo sabía que tal vez la barra se hubiera arrancado, aunque fuera improbable, pero la columna, aquella piedra angular, tenía que seguir ahí. Aparte de mi profundo amor por su sacralidad, cumplía funciones estructurales inapelables. Pasamos por delante de sus ventanas una vez, miramos dentro. Había cuatro gatos; una pareja sentada en el rincón de La Mesa, que ahora ocupaban un pequeño Lack de Ikea y un par de banquitos acolchados, y tal vez otro par de personas en la barra. La luz parecía algo más clara, y amarilla. No recuerdo si miré al camarero.

      No mucho tiempo después, en una hora algo tardía, Vile y yo paseábamos por las calles de la ciudad a la deriva. Nos acercamos al bar. El nombre no nos convenció de primeras, Pedro Botero. Pero entramos. Tampoco lo habíamos entendido. Creíamos que era un nombre propio sin más, a pesar del diablo dibujado sobre el mismo. Más tarde descubrimos que era una manera clásica de llamarle. O más bien, al infierno, calderas de Pedro Botero.
      Las paredes eran, efectivamente, de una tonalidad amarilla algo oscura. No está mal. Estaban llenas de cuadros que hacían referencia al rock, al diablo, al estilo rockabilly de los años 50, y también al de los 70 y posteriores. A coches sacados de películas tipo Grease, a músicos de blues, soul, jazz, rock, mucho rock, músicos malditos en su mayoría. Tenía cierta elegancia. En la puerta del cuadro de luces había pegados naipes de póker. Me gusta. Y en el centro estaba la columna, intacta. Majestuosa. Y detrás, la barra, negra y lisa como el ébano, más negra aún. Con sus bordes redondeados, y su rincón, su rincón de curva suave. Enseguida se me puso una sonrisa de tonto al verlo.
      El bar estaba vacío, salvo los dos camareros. Alzamos los ojos de aquel decorado a las dos personas que había tras la barra. Un tipo rapado, con bigote prusiano, pinta de motero y cara de mala hostia. Axel. Y una chica con sonrisa de tonta y pinta de maja, vestido negro y un cuerpo precioso. Carla. Algo había en su cara que me gustó. Tenía una nariz peculiar, algo ganchuda, y la boca más bien grande. Pero era una chica guapa, no había duda. La escena parecía sacada de una película. El dueño, con pinta de tipo duro, y la chica gancho del fin de semana. Los imaginaba follando sobre la barra en mitad del acto de barrer el bar, con las puertas cerradas. Ella viola la distancia de seguridad, se acerca a menos de metro y medio de él, y él tira la escoba a un lado con violencia y la agarra del brazo. Ella se asusta pero se deja, la gira, le apoya los pechos en el sagrado rincón de la barra y le levanta el vestido por detrás, sin ninguna delicadeza, y la posee con potentes embestidas. Me daba un morbo especial. Él me escudriñaba la cara mientras yo lo imaginaba en ese acto salvaje, y ella me miraba con su sonrisa de boba y ojos de pícara, interesante combinación. Esperaba en un segundo plano, tras el hombro de él. La imaginaba queriendo acercarse a servirnos, a tontear conmigo, y no atreviéndose por recato sin el permiso, o más bien la orden, de su jefe, que tan violentamente la follaba tras los cierres.
      Luego imaginaba un día en el que yo me hubiera ganado la confianza de ella y la aprobación de él, y en un momento la sorprendía en la entrada de los baños, y la besaba, y tal vez pasaba al baño de chicos con ella, y le cogía del brazo y la giraba y le apoyaba las manos contra la cisterna del inodoro, y le levantaba el vestido por detrás, y me disponía a penetrarla con mucha gentileza, pero antes de lograrlo sentía la mano robusta del motero agarrándome el cuello, clavándome las uñas en la nuez, tirando de mí hacia atrás, y con mi cuerpo horizontal en el aire, me estampaba con la otra mano una jarra vacía de cerveza en la cabeza, o mejor llena, y la cerveza estallaba por los aires como una onda expansiva que regaba la barra y las paredes y la columna antes de que yo tocara el suelo. Y me imaginaba muerto de la risa en el suelo, la ropa empapada en cerveza y cristales, y la frente en sangre. Y de repente estaba otra vez allí, en el pasado, de pie frente a la barra, mi primer día en el Botero, y seguía sonriendo. El bar no olía a nada, pero apestaba a sexo. No había nadie más que nosotros cuatro, pero miraba a las esquinas y las imaginaba llenas de mujeres. Le pegaban. Sí, me gustaba aquel bar.
      -Muy buenas noches, señores. ¿Qué va a ser?
      Dijo Axel con las manos cruzadas detrás de la espalda. Lo dijo con una entonación educada e impecable, exquisita. La voz era ruda, no obstante, y la combinación de la estética y los modales me llenó de una alegría tonta. Vile y yo nos miramos, embriagados por ese aire de película. Sabíamos lo que teníamos que hacer; estar a la altura. Vile se quitó la bufanda y la dejó cuidadosamente doblada sobre la barra, y luego miró a un punto indefinido de la pared, a cierta altura, con un gesto extraño de las cejas, y pidió whisky con agua. Habíamos crecido, pero seguíamos siendo unos niños. O así me sentía.
      -¿Hielo?
      -Sí, por favor. Una piedra
      -¿Y para usted, señor? -dijo dirigiéndose a mí.
      -Lo mismo, por favor. Perdona, ¿tienes vasos de estos míticos de whisky, como bajos y rectos…? que…
      -Sí, cómo no.
      Lo dijo mientras se giraba hacia la estantería, con una medio sonrisa, y se volvió enseguida mostrando dos perfectos vasos de whisky. Me sentía un niño otra vez, pidiendo obviedades a un caballero motero de la sagrada orden de los barmen. Quise arreglarlo cuando sacó dos botellas de agua de la nevera, momento en el que le dije que por favor, bastaba con una. Axel asintió complacido y guardó una de las botellas en la nevera abierta sin mirar. Pedimos Bourbon e Irlandés. Con un ligero gesto de la cabeza de Axel, Carla se puso en acción, contenta de ayudar, y alargó la botella de Irlandés mientras ella servía el bourbon en el otro vaso. Nos sirvieron y echamos un diminuto chorro de agua en cada uno de los vasos, complacidos. Axel volvió a asentir con una sonrisa amable.
      -Como paisanos. -y se rompió el hielo.
      Bebimos los primeros sorbos en silencio, observando cada pared y rincón. Comentábamos entre nosotros las cosas que habían cambiado, si nos gustaba, si no. Pronto les explicamos que habíamos venido mucho a ese local, le hablamos de los dos bares, de los respectivos dueños, del futbolín que Axel rechazó vehemente, para mi mayor alivio. Le sugerimos los dardos, se lo pensó. Le hablamos de la música, era acorde. Soul, country, rockabilly, rock, iba evolucionando con el paso de las horas, acompañando de forma muy adecuada a cada una de ellas, adentrándose en las profundidades de la noche. Nada de música en español, declaró. Parecía un tipo de principios claros y control férreo sobre lo suyo. Carla también hablaba, aunque poco, al principio. Acabamos por sentirnos muy cómodos muy rápido. Yo miraba el rincón en S desde mi asiento al principio de la barra, con respeto. Cuando tuvimos suficiente, tras tres whiskys cada uno y una sola botella de agua, nos levantamos de los asientos, felicitando la nueva decoración y ambiente del bar, el rollo, en general, con efusividad. Nos dimos la vuelta tras la despedida cordial de Axel y amable de Carla, la cual siempre me sonreía y alentaba más fantasías. Ya sujetando la puerta de salida me giré, alterado. ¡Que nos vamos sin pagar! Oye, tío, mil perdones, ¿cuánto se debe? Pero Axel no cejaba en el empeño, y con un giro tranquilo de cabeza nos dijo:
      -Hoy, por ser la primera, invita la casa.
      Y se obró la magia.

      Días divertidos, un nuevo cuartel general. Días de fiesta. Un bar algo vacío que cada vez reunía más parroquianos. Yo llevaba a tanta gente nueva como podía, me sentía un chico especial, el adalid de Pedro Botero. Viernes, sábados, días de semana. Miércoles, día grande: solo auténticos en el bar, solo familia. Tardes tranquilas que se vuelven noches locas que me daban terribles madrugones de resaca.
      Me sonreía constantemente con Carla, me sentaba en mi rincón, el rincón sagrado, miraba a mi alrededor y veía caras conocidas por doquier. Me apoyaba en mi columna. Acariciaba mi barra. Me restregaba por mis paredes para que se acostumbraran a mi olor, para que todo aquel que entrara supiera que el bar era mío. No era el dueño ni el jefe, ni me lo creía. Más bien, yo era suyo, era de ese bar. Era de cada esquina y baldosa. Estaba a su entero servicio. Pocas chicas, pero cada vez más. Eran todas mías. Yo era el Rey, al entero servicio de todos los clientes y sobre todo, de Axel. Recordaba el filo de sus uñas en mi garganta, cada vez menos probable, pero guardaba con cariño su marca. Jugaba al ajedrez en la barra con él, cuando no había mucha gente. Y la poca que había, la imaginaba pensando; ese chico es el Rey, el favorito de estas paredes. La barra es suya y el barman motero es su padre, y cuando se va del bar le da una colleja cariñosa y le dice “no bebas mucho, gandul”. Noches felices.

      Más gente vino, más vino, más cerveza, más whisky. Chupitos, muchos chupitos, de muchos colores, juegos tontos en la barra. Todos éramos amigos. Yo sabía que nos unía el vínculo sagrado de la columna, todos éramos adoradores del pilar. Y entonces llegó Ella. En el sexto mesiversario, o medioversario. 21 de Junio, el solsticio de verano. Yo siempre fui un gran adorador de los solsticios y los equinocios, mi estupidez adolescente me había hecho un día declararme pagano. Con el tiempo, se había convertido en un simple juego, casi una broma, pero que el bar hubiera abierto un 21 de diciembre, solsticio de invierno, la noche más larga, lo admito, me llenaba de regocijo. Aunque yo no hubiera estado allí.
      Había un concierto planeado para esa noche tan especial de verano, esa noche tan corta. Un concierto en ese sitio tan diminuto, me parecía ridículo, pero me ilusionaba. Había mucha gente ese día, casi todos desconocidos. Yo sabía que no adoraban al pilar. Y Ella, también Ella. Ella tampoco lo adoraba. Parecía mofarse de mi religión, pues siempre la recuerdo al otro lado de la columna, como ocultándose de mí. Era preciosa. Mi antípoda eterna. Era preciosa, y estaba feísima. Llevaba el pelo rapado por los lados y un flequillo ridículamente recto por la frente. Una camiseta suelta de tirantes, verde militar, vaqueros sueltos, zapatillas de chico, de las que llevaban los chicos malos adolescentes diez años antes, bastos y amplios como barcas. También llevaba una borrachera de espanto, y tal vez alguna que otra sustancia más en la sangre. Bailaba como una loca, pegando puñetazos y patadas rítmicas al aire, cuando no se apoyaba contra las paredes con los ojos cerrados, contoneándose graciosa y lentamente, y siempre al otro lado de la columna.
      Pensé que estaba loca, salvajemente loca, que seguramente no era para mí. Pero que estaría dispuesto a pasar una noche con ella. Estaba claro que debajo de esas pintas, había una chica preciosa, con el cuerpo esbelto y perfectamente armónico. Su cara, a pesar de su peinado, era muy bonita, con rasgos afilados y llamativos, y una boca llena de deseo; deseo de otras bocas, de más cerveza, de humos varios. Seguro que también era divertida.
      Busqué cruzarme con ella, encontrarnos en algún punto del bar por fingida casualidad, y le sonreí divertido. Una sonrisa obvia, pero algo justificada, pues estaba dando un buen espectáculo. Pero una sonrisa de total aprobación. En cuanto se dio cuenta de mi mirada y sonrisa, levantó imperceptiblemente las cejas con desprecio y miró hacia otro lado. Eso fue todo. Ni puto caso. Pronto se fue a buscar su antípoda de nuevo, y yo desistí. Me resigné a mirarla el resto de la noche, desde una distancia orgullosa. Sonriendo como un imbécil. Esa noche la amé y odié por primera vez.

      Volvimos a casa después de una buena fiesta, con los sentidos sedados y el cuerpo entumecido. Me metí en la cama a buscar el coma reparador, y abrí un ojo en la oscuridad. Allí estaba ella, en la funda de mi almohada, su cara ebria superpuesta sobre el estampado de la tela. Un borrón que bailaba y lanzaba puñetazos al aire. Una chica más, me dije. Que puede que no vuelva a ver. Hay otras. Hay otras. Imbécil. Y dormí.